La historia de la literatura ha estado empedrada de plagios

Robando la palabra ajena

 

Por Esther Peñas

 

 

Culpables los ha habido de toda época, condición, sexo y nacionalidad. Ni siquiera una intachable reputación o una fructífera trayectoria les ha frenado. Noveles, reputados, con Nobel, sin él, hombres, mujeres, en poesía, teatro, narración… La tentación de asumir como propio lo que otros dijeron nos cautiva con demasiada frecuencia. Sin embargo, siempre se achaca a descuidos, traiciones, errores de impresión, maledicencias… ¿Conocen un caso, uno solo, de algún escritor que haya asumido la desvergüenza de haber copiado a un camarada, aunque las pruebas sean taxativas al respecto?

 

Mira que Séneca, ese espléndido y austero filósofo de origen español, lo advirtió de manera pulcra en su epístola a Lucilio: cuando se toma prestado de otros escritores se debe proceder como las abejas, un poco y de muchos, y no como las hormigas, que saquean todo lo que encuentran. No hemos aprendido. Y nuestro rastro en el hormiguero de la creación literaria termina por ser detectado.

 

Para los más permisivos, el plagio no es sino un síntoma de admiración o de homenaje; para los más ortodoxos, indicio de una enfermedad de difícil curación denominada envidia.

 

Hay sombra de plagio cuanto menos cuestionables. Así, a las ‘Cartas marruecas’ de José Cadalso se le critican la excesiva deuda con las ‘Letras personales’, de Voltaire; Galdós fue tachado de émulo de Balzac y sus obras de mero reflejo de la ‘Comedia humana’ del francés y ‘La Regenta’, de Clarín, fue tildada de hija bastarda de ‘Madame Bovary’, de Flaubert.

 

En estos casos que preceden la honra no queda menoscaba porque el fondo, si bien de parentesco, imitación o inspiración más que dudoso, queda exculpado por la forma, de todo punto disímil al supuesto referente. Paulo Coelho, por ejemplo, lleva haciéndolo todo la vida, lo de inspirarse en relatos ajenos, y le va muy bien.

 

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ALGO MÁS TEXTUAL

 

A Pablo Neruda no le tembló la mano al plagiar A Tagore. Dice el hindú: “Tú eres la nube del crepúsculo que flota en el cielo de mis sueños,/ te dibujo según los anhelos de mi amor,/ eres mía, mía, y habitas en mis sueños infinitos”. El chileno, en el número 16 de sus ‘Veinte poemas de amor y una canción desesperada’, rubrica: “En mi cielo al crepúsculo eres como una nube/ y tu color y forma son como yo los quiero, eres mía, eres mía, mujer de labios dulces/ y viven en tu vida mis infinitos sueños”.

 

El Nobel negó que existiera plagio, pero fue obligado a reconocer, en las sucesivas ediciones de la obra, que su poema ‘parafraseaba’ al de Tagore.

 

Si hablamos de Premios Nobel, detengámonos en Gabriel García Márquez. Miguel Ángel Asturias, escritor que también consiguió el galardón sueco, le acusó de utilizar un personaje de Balzac para protagonizar ‘Búsqueda del infinito’. También se desveló que el argumento ‘Relato de un náufrago’ está basado en el testimonio real de un superviviente del hundimiento de un barco de la Armada de Colombia, y ‘Memoria de mis putas tristes’ no deja de ser una cortesía de ‘La casa de las doncellas dormidas’, de Kawabata.

 

Un último caso de plagio y Nobel. Camilo José Cela. Parece probado –a título póstumo para el gallego- que su novela ‘La Cruz de San Andrés’, con la que obtuvo el Premio Planeta, está inspirada en ‘Carmen, Carmela, Carmiña’, de Carmen Formoso. Al parecer, a la editorial le gustó el argumento de la escritora y se lo pasó al escritor para que éste, aplicando su contundente e inequívoco estilo, le diera forma.

 

Otra cosa son los plagios desvergonzados. Por ejemplo, las 60 páginas que Jorge Bucay copia de manera literal del libro ‘La sabiduría recobrada’, de Mónica Cavallé, para su obra ‘Shimriti’. El psicoanalista se disculpó y achacó la omisión de la autoría de esas sesenta páginas a un error tipográfico. Hay que echarle valor (para la excusa, digo).

 

Hay quien, para el plagio, prefiere la traducción. Como Quim Monzó. Le llaman el Carver catalán. No es para menos. Su escritura, ronca, directa, fascinante, seduce. Pero lo suyo no son los artículos para prensa. Los que escribía para ‘La Vanguardia’ resultaron ser traducciones más o menos literales de textos aparecidos en otros diarios internacionales. Ni se le abrió la tierra, ni se le tragó, porque Monzó sigue trabajando para distintos medios escritos.

 

Una traducción también trajo de cabeza a Manuel Vázquez Montalbán. La de ‘Julio César’. Se la encargaron en la década de los ochenta y el barcelonés, que debía de andar apurado de tiempo, decidió agenciarse una traducción ajena, la de M.A. Pujante. Verso a verso.

 

De artículos plagiados algo sabe Bryce Echenique, que utilizó textos que le enviaban amigos suyos en busca de la opinión del experto. El experto lo que hacía era firmarlos como propios y cobrar un buen monto de periódicos extranjeros. Cuando se comprobó la denuncia, Echenique culpó a su secretaria. Afortunadamente, no la despidió. 

 

 

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SUMA DESFACHATEZ

 

También los hay con arrojo. Como el periodista Nahuel Maciel, que presentó un libro que recogía una extensísima entrevista con Gabriel García Márquez, un tipo escurridizo donde los haya para la prensa, prologado por el escritor Eduardo Galeano, cuya aversión por los prólogos ha sido manifestada en más de una ocasión. Por supuesto, la entrevista era una completa fabulación, al igual que el prólogo. Pero es que la introducción, a su vez, era un plagio de distintos fragmentos del libro ‘Prior de la Ciudad de los Toldos’, de Mamerto Menapace.

 

Y los hay reincidentes. En su primer libro ‘Amor, curiosidad, Prozac y dudas’, aparecían rastros sospechosamente notorios –y frases literales- del libro ‘Nación Prozac’, de la periodista norteamericana ‘Elisabeth Wurtzel’. En su poemario ‘Estación de infierno’, la supuesta escritora Lucía Etxebarría toma prestados versos exactos del Premio Nacional de Literatura Antonio Colinas, de William Blake y Pere Ginferrer -¡entre otros!-. En uno de sus últimos trabajos, ‘Ya no sufro por amor’, copió páginas de un ensayo del psicólogo Jorge Castelló.

 

Como la madrileña es así de insolente, cada vez que se le acusa, con razones, de plagio, ella vindica el derecho de todo escritor a la intertextualidad, a saber, el uso de ideas y frases de otros autores como fuente de inspiración. Lastima que esa inspiración siempre quede anegada por el olvido de la cita.

 

Luis Racionero, por cierto, también blandió la intertextualidad como defensa cuando se descubrió que su libro ‘La Atenas de Pericles’ contenía párrafos exactos de ‘El legado de Grecia’, de Gilbert Murria. Racionero quiso ser más poético, asegurando que trató de dialogar con el texto de su predecesor.

 

Asimismo, los hay mediáticos. O catódicos. ¿Se acuerdan del primer –y único- libro de la periodista Ana Rosa Quintana? Bajo el melodramático título de ‘Sabor a hiel’ se descubrieron entre sus páginas escenas extraídas, palabra por palabra, de obras de Danielle Steel, Collen MacCullogh y Ángeles Mastretta. Error informático, dijo ella. Error informático de su ayudante. Vamos, doble estafa, la del plagio y la de utilizar un negro. La editorial Planeta, por vez primera en su historia, retira un libro de las librerías.

 

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ALGUNOS CLÁSICOS

 

Como escribíamos al inicio de esta crónica, el plagio viene de antiguo. Gracias al poeta Marcial tenemos constancia de uno los primeros casos de la historia: “Corre el rumor, Fidentino, de que recitas en público mis versos como si fueras tú su autor. Si quieres que pasen por míos, te los mando gratis. Si quieres que los tengan por tuyos, cómpralos, para que dejen de pertenecerme”.

 

Tras Marcial, la sospecha del plagio ensombreció a muchos de los grandes. Claro que a muchos de ellos se les perdonó o, por lo menos, se les conmutó la pena, restando importancia al hecho. Gonzalo de Berceo, por ejemplo, el primer escritor de nombre conocido en la literatura castellana, coge historias de aquí y de allá. Eso sí, detalla de dónde las toma. ‘El conde Lucanor’, de don Juan Manuel, el primer escritor moderno, es más posible que tenga un autor colectivo que singular; Garcilaso de la Vega ajustó las composiciones de Petrarca a la métrica y la rima española, firmándolas como propias por los servicios prestados; Cervantes, Quevedo, el conde de Lautreamont, Carlos Fuentes, Shakespeare…

 

Hasta hombres de fe. Los archiconocidos y practicados ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola son obra, en realidad, del Abad de Montserrat en ciernes, García Jiménez de Cisneros. Claro que aquí no hay protesta alguna que valga. En materia de Teología, la Santa Madre no concibe plagio alguno, ya que presupone una única Verdad (revelada) y un único común inspirador para las reflexiones.

 

Nadie niega que a estas alturas, en literatura como en las demás artes, encontrar un asunto, una idea completamente novedosa, fresca, distinta, es harto complicado pero recuerden que el que comete plagio se convierte en un parásito del esfuerzo creativo ajeno. Y eso, se mire por donde se mire, es incomodísimo.

 

 

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