UN DESCENSO AL MAELSTROM ELECTORAL

 

Por Dildo de Congost

 

 

“El Maelstrom es el embudo, es la resaca irresistible hacia la cual atraen el vacío y la nada”.

Ernst Jünger

 

La pesadilla empieza con una carta certificada del Gobierno. La correspondencia oficial siempre es motivo de alarma: es raro que las Autoridades se acuerden de ti para algo bueno. Y esta no es una excepción: la misiva me invita a presentarme el 7-J (dentro de una semana) a las 8 de la mañana, en el colegio más cercano a mi casa para formar parte de una Mesa Electoral como Presidente, nada menos. El plan no puede ser menos apetecible, así que lo primero que me viene a la cabeza es “¿Y si paso de ir?”, suponiendo (inocentón de mí) que existe la posibilidad de declararse loco, enfermo u objetor de conciencia, como ocurría en la antigua mili. Desde luego, que hubiera preferido fregar las escaleras de un ministerio o pasear a un viejo político retirado (como Jon Idígoras, que seguro que cuenta buenas batallitas), que sentarme tras una urna a papar moscas y colar votos. ¿Será, al menos, posible prestar un servicio alternativo a esa cosa que llaman “la comunidad” si me declaro contrario al sistema democrático? Sigo leyendo la carta y tras algunas líneas de blablabla, la respuesta cae como un jarro de agua fría en mis retinas desde el último párrafo: “En el supuesto de que deje de concurrir a desempeñar sus funciones (…) incurriría en pena de privación de libertad de 14 a 30 días y multa de dos a diez meses”. O sea que, o bien consigo una coartada demostrable (defunción de familiar, padecer gripe porcina galopante, etc) o tengo que ir por bemoles, si no quiero pagar un multón de aúpa y pasarme un mes a la sombra. Si voy, sólo estaré preso (“encadenado” a la urna) un día (el de las elecciones) y me entregarán 61’20 miserables euros de propina. En fin, menos da una piedra.

En cualquier caso, no hay mal que por bien no venga: mi “obligación” (en toda la extensión de la palabra) se convierte en una oportunidad para infiltrarme en las tripas de unas elecciones y ver desde dentro cómo se cuece esa bochornosa farsa. A mi me han avisado con sólo una semana de antelación, a traición, y sin explicarme la tortura física y moral a la que sería sometido. Valgan las siguientes líneas (escritas a tiempo real, en una libretita expropiada a la tienda de souvenirs del Palacio Real) para ilustrar y prevenir a otros emboscados que, en el futuro, se vean en este mismo trance.

 

 

“La actitud consistente en no participar en las elecciones es una de las que llenan de inquietud a Leviatán”.

Ernst Jünger

 

Así que aquí estoy yo, a las 8 en punto de la mañana del domingo 7 de junio, en la puerta del colegio electoral. A falta de una buena Mágnum 44, voy armado con el (no menos letal) ensayo “LA EMBOSCADURA” de Ernst Jünger, que presidirá toda la votación a mi diestra, bien visible sobre la mesa, junto a la urna, para estupor del personal. Pero, por alguna extraña razón, y pese a que estoy seguro de que el 99’99% de los seres que pululan por aquí no sabrían distinguir “ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA” de “SABOR A HIEL”, el librito no resulta grato a sus democráticos ojos: a primera hora de la mañana, un mercenario de la administración me pide por favor que quite “LA EMBOSCADURA” de la mesa con la peregrina excusa de que “quita espacio y no  forma parte del material electoral”. Por supuesto, en cuanto el mercenario se pira vuelvo a colocar el libro en su sitio, junto a la urna, y ya no se moverá de allí… salvo para cambiar de postura: un par de veces que me ausento de mi puesto, me encuentro al volver el libro boca abajo, es decir, que alguna mano inocente lo ha girado como si fuera un retrato de su suegra. Esto demuestra que, por degradado que esté, el ser humano conserva cierto instinto: a los aquí presentes, demócratas todos, algo les dice que el libro este encierra en sus páginas cierto peligro: el peligro de la Verdad, esa Verdad primordial a la que tanto teme el buen burgués.

 

 

“La puesta en escena de las elecciones se propone hacer creer a nuestro hombre que se encuentra muy solo. Y no sólo eso –la mayoría debe resultar imponente no sólo por su número, sino también por los signos de una superioridad moral”.

Ernst Jünger

 

En el fondo, tiene sentido que se vote aquí, en un colegio, donde frustrados profesores comienzan a cincelar a los locos bajitos para transformarlos en cuerdos adultos-masa. El aula donde se perpetra nuestra pantomima democrática es de 1º de bachillerato, es decir, que entre estas cuatro paredes pasan sus horas muertas muchachitos y muchachitas de unas 16 primaveras, mayormente para ser vigilados y adocenados con la excusa de aprender cosas para llegar a ser algo en la vida (es decir, para acabar bien integrados en un sistema que necesita productores/consumidores para poner en su enjaulada ruedecilla de trabajo/ocio). Hoy no hay clase, pero el aula aún huele a hormonas adolescentes.

Cuando los policías comprueban amablemente (pero con las chulescas maneras de todo perro humano que se halla en posesión de placa y pistola) que estamos todos presentes (el presidente, los dos vocales y los dos interventores de partidos, el uno del PP y el otro del PSOE), servidor, como –ejem- presidente, procede a rellenar los impresos que hay que rellenar, ante la fría mirada de los guardianes del Sistema: un par de municipotes (en argot callejero, “policía municipal”), otros tantos funcionarios de la administración, los interventores, los vocales y varios representantes de “partidillos” (IU, UPyD, Izquierda Anticapitalista y otro, muy tímido, de un partido raro cuyo nombre me olvido de anotar). No veo a nadie de otros partidos diminutos, no sé si por falta de  personal o por pura dejadez ante un Sistema que los considera poco menos que residuos  y que, a poco que salpiquen fuera del orinal, los amenaza con la ilegalización o el pucherazo.

Pero bueno, que no sé porqué pero se conoce que no les doy confianza alguna a los guardianes de las urnas, porque todos clavan los ojos en los impresos, como esperando que cometa el más mínimo error para, no sé, ¿esposarme y llevarme al calabozo? Por un instante, siento una fuerte tentación de quitarle la pistola a un poli, y chillar algún bromazo electoral (como el muy ozoriano “¡todo el mundo al suelo!”) y luego entregarme. Pero me contengo. Seguro que al día  siguiente salía en todos los periódicos. Pero me contengo. Seguro que daba con mis huesos en el calabozo, y seguro que los seres que encierran esos lugares son mucho más interesantes y divertidos que los “hombres públicos” (y “mujeres públicas”) que culebrean por aquí. Pero me contengo…

 

 

“Vemos cómo el ser humano está llegando a una situación en la cual se le exige que él mismo genere unos documentos que están calculados para provocar su ruina. Y son a menudo cosas tan irrelevantes las que hoy en día provocan la ruina…”

Ernst Jünger

 

Tras el kafkiano relleno de impresos, comenzamos la (no menos kafkiana) votación propiamente dicha. Y así empieza el lento goteo de muertos vivientes que, sobre en mano, se aproximan a esta mesa con rictus bobalicones en sus grises semblantes. En sus facciones bronceadas por los rayos catódicos, se asoma la idiocia del tonto útil que cree que su opinión cuenta y que, votando, puede cambiar el destino de Europa. He aquí el gran truco de la democracia: adular a la masa, hacer que hasta el más insignificante cagapoquito se sienta un señor importante por el simple hecho de depositar una papeleta en una urna.

El aula, tan impregnada al principio de esencia juvenil, se parece ahora a un asilo, porque la mayoría de los votantes resultan ser de la Tercera Edad. Así paso estas horas muertas, atrapado en una especie de tedioso videojuego cuyo objetivo es recoger sobres blancos en una caja transparente. Más tarde, reptarán por la sala demócratas algo menos talludos, aunque los realmente jóvenes se podrían contar con los dedos de un muñón: estarán durmiendo la mona o vagabundeando por el Rastro, supongo. Es irónico que predominen los vejestorios, que sean los que han pasado por guerras y dictaduras, los que han visto nacer a sus hijos y nietos y morir a sus padres y abuelos, los que deberían hallarse en posesión de la sabiduría de Cronos (no olvidemos que Jünger tenía 88 años cuando escribió “LA EMBOSCADURA”), los  que tienen ya un pie en la liberadora tumba… es curioso que sean ellos, decía, quienes más fácilmente se tragan esta patética tómbola. Pero algo han visto en la tele (¿tal vez un señor con corbata diciendo que puede prometer y promete que les subirá un céntimo de euro sus paupérrimas pensiones?) algo han visto, decía, que les ha arrastrado hasta aquí a comulgar con las ruedas del molino de la democracia liberal. Y lo peor de todo es que yo soy el sacerdote ateo que maneja los votos como hostias sin consagrar. Tiene gracia que me haya tocado precisamente a mí el no-premio de esta sardónica lotería, a alguien que hace mucho que se exilió del reino de la cantidad, a alguien a quien el politiqueo barato, como el fútbol, sólo le provoca bostezos. Sí, es tan absurdo como si me obligaran a arbitrar un Real Madrid-Arsenal. Sólo que aquí no hay ni faltas ni penaltis.

 

 

“O bien poseer un destino propio o bien tener el valor de un número: ésa es la disyuntiva que hoy nos viene impuesta a todos y cada uno de nosotros”.

Ernst Jünger

 

La mecánica de una votación es aplastantemente sencilla. Por desgracia, todos hemos ido de pequeños al colegio y a todos nos han enseñado a votar al delegado de la clase, adiestrándonos para que de mayores hiciéramos lo mismo con los políticos. En el cole, solía ganar las elecciones el pelota, el chivato, el pelacañas, el personaje más rastrero, mediocre y ruin; ese que, casi siempre, de mayor usa la técnica del cepillo para ir trepando en su empresa, el que guarda el minuto de silencio cuando se lo ordenan, el que da coba en su partidito y, con mucha suerte, acabar alcanzando su meta: ser una marioneta electoral. En las elecciones de los mayores, gana el candidato del PP o del PSOE (dos caras casi idénticas de una moneda trucada, ¿para cuándo un PPSOE?) al que más le suene la flauta. Que esa flauta la sople la crisis, un atentado “fake” o un patinazo en un debate catódico, es lo de menos. Así es de aleatorio y de absurdo, el sistema este: manda el más puro azar. Y al Destino, que lo zurzan.

Pero no divaguemos y sigamos con nuestra “apasionante” jornada electoral. Tal y como nos organizamos en nuestra flamante mesa (que no era más que cuatro pupitres arrejuntados), el votante tiene que pasarnos el DNI y una vocal lo mira, comprueba el nombre del memo, eeeh, perdón, quiero decir del votante, luego dice su número (cada votante tiene un número) al otro vocal, que lo apunta en una hoja de papel “ad hoc”. Y yo debo decir en voz alta “Menganito Cencérrez… ¡vota!”, al  tiempo que introduzco la papeleta en la urna. Ni que decir tiene que, al cabo del tiempo (y a un ritmo de 15 votos por hora) este democratiquísimo ritual me quema la lengua y me irrita el ánimo, así que… decido decir sólo el número. “0064…¡vota!”. “3578… ¡vota!”. De pronto, me doy cuenta que mis compañeros de mesa me miran con horror. Y es que, sin querer, he dado en el clavo: el voto, como las listas de parados o las cifras de muertos en la carretera, reduce al hombre al nivel de un número, lo mecaniza, lo convierte en un objeto vulgar y manipulable, esto es, en menos que 0. Así que, tras el numerito de los números, decido hacer mutis y, durante el resto del día, introduzco las papeletas en la urna en el más completo y sepulcral de los silencios.

Mi forma mecánica y desapegada de hacer este inútil trabajo, como si fuera un currito de correos clasificando cartas o un niño haciendo los deberes a regañadientes, hace que la tensión y el mal rollo crezcan entre mis compañeros. Los tíos no dan mucha guerra: el vocal argentino nacionalizado español, que es el vivo retrato de Benjamín Linus, no hace más que contar chistes malos y passa de politiqueo y de antipolitiqueo: viniendo de donde viene todo esto le debe parecer hasta medio serio. El del PP es una especie de Paco Martínez Soria con toques torrentescos que apenas abre la boca y hasta me regala un bocata de chorizo a mediodía (ya que a los presos electorales la administración no nos echó de comer). Con las tías, sentadas a mi derecha, tuve menos suerte. La estreñida y otoñal vocal que entre semana es currita de la administración me llama al orden varias veces; sin entrar en política, ella sólo quiere, como buena funcionaria, que las cosas se hagan como figura en los impresos. La interventora del PSOE, que sí entra en política, claro, es una especie de mamá progre que lleva sólo tres meses en el partido, ve todo color de rosa y se traga con los ojos cerrados el gran timo de la democracia: “Tenemos un presidente muy poco proactivo”, dice, haciendo honor a su partido al usar uno de los más repelentes términos de autoayuda. “Bueno, teniendo en cuenta que estoy aquí en contra de mi voluntad y que todo esto no vale para nada, me estoy portando bastante bien, ¿no?”. Tras esto, entramos en un debate pseudopolítico de lo más soporífero (perdón por la redundancia). Ella viene a decir que en el PSOE hay gente muy revolucionaria que luchó contra Franco y blablablá. Y yo, ¿qué voy a contestar a semejante topicazo? Pues con lo típico que contestaría cualquier persona con dos dedos de frente: que si alguien que se jacta de haber sido “rebelde” o “revolucionario” en su juventud, acaba militando en una cosa tan profundamente burguesa y ponzoñosa como el PSOE, uno de los pilares de la actual dictablanda (cuyo germen, no lo olvidemos, fue plantado por el propio generalísimo), muy bajo tiene que haber caído y muy demoníaca tiene que haber sido su transformación. Vuelve a reinar el silencio y el ambiente su puede cortar con una sierra mecánica.

 

 

“Todos y cada uno de nosotros nos encontramos hoy en una situación de coacción”.

Ernst Jünger

 

16:30 de la tarde. Llegamos a los 200 votos y la atronanta del PSOE parece emocionada: “¡yupi, hemos llegado a los 200, vamos muy bien de participación!”. Yo, en mi condición de aguafiestas, echo mi jarro de agua fría: “Hombre, si tenemos en cuenta que en este distrito viven miles de personas…”. “Pero, bueno, no está mal”, contesta ella. “No esta mal para ti, que eres demócrata; para mí, que no creo en este circo, cuanto menos voten, mejor”.

Mientras nos enzarzamos en este tipo de soporíferos diálogos de besugos, llegan las cinco y el ritmo de votos aumenta ligeramente, pero con largos tiempos muertos, así que hay tiempo para todo: para amasarse los testículos, para mirar por la ventana que da a una pista de baloncesto vacía o para seguir con los diálogos de besugos. Opto por esto último. Tras la visita de una parejita muy “maja” y sonriente con pinta de progre que nos da las gracias (aún no sé porqué) y cantan a sociatas por los cuatro costados, la interventora me suelta: “Bueno, por lo menos no me negarás que los que vienen a votar parecen buenas personas, son amables, simpáticos, agradables…”. Yo, medio bostezando, contraataco: “Es decir, mansos, manipulables, maleables”. Silencio. Pero ahora, ya más tranquilo y sin la crispación del momento, debo reconocer que sí, que los votantes son buena gente, o sea, gente gris, clase media pura y dura, televidentes, almas de cántaro o, mejor dicho, almas de Alcántara, que rivalizan en cobardía y ñoñería con las de los personajes de la serie “CUÉNTAME”. Ellos son los más fieles súbditos de este imperio de la mediocridad. Estoy inmerso en estos sombríos pensamientos cuando llega otro votante que parece algo diferente, algo menos gris que los demás: de mediana edad, pelo canoso, camiseta de un festival de “otras músicas”… Hace entrega de su DNI y, por la firma, veo que se trata de Ceesepe, inefable dibujante de la Movida que, amén de pintar estampas festivas llenas de modelnos estilizados, publicó cómics en El Víbora y creó portadas para grupos como Golpes Bajos o solistas como Kiko Veneno. Le digo que lo he reconocido y lo saludo, y él parece tenso, como avergonzado de estar votando. Su acompañante, novia o lo que sea no vota pero le dice “cierra bien el sobre, no vaya a ser…”. Y yo me pregunto qué lleva a un hombre, a un artista, a transformarse en votante, y más a estas alturas. Y también me pregunto a quién demonios habrá votado. Lo pienso durante un rato pero nada, no se me ocurre cuál puede ser el partido de Ceesepe. Sin embargo, por su cara de pocos amigos, dudo que se haya acercado siquiera a las papeletas de PP o PSOE. Al fin y al cabo, la obra de este hombre nunca fue feliz y en sus estampas de parties y saloneos se respiraba un ambiente tan fantasmal como en el Hotel Overlook. Ceesepe… vota y se aleja apesadumbrado, como caminando entre escombros de un tiempo anterior. Perdido.

 

 

“El emboscado no le permite a ningún poder, por muy superior que sea, que le prescriba la ley, ni por la propaganda ni por la violencia”.

Ernst Jünger

 

La tarde pasa muuuuuuy lentamente. Pasar tanto tiempo sentado detrás de una mesa viendo desfilar gente ante mis narices no es mi plan ideal para un domingo. No tengo alma de taquillero y la cosa se me hace eterna. Desesperado, habiéndome repasado ya casi entera “LA EMBOSCADURA”, me da por perpetrar un acto ridículo, impropio de un hombre cabal, una majadería CASI tan absurda como votar: leer un periódico. O, mejor dicho, tres. Hojeo “EL MUNDO”, “PÚBLICO” y “EL PAÍS”. Tardo diez minutos porque me resbala todo lo que se cuenta entre sus páginas: apesta a mentiras podridas redactadas por juntaletras mercenarios, trepas y becarios, ansiosos por conservar un asiento en la redacción y un sueldecillo minimal. Sólo leo de pé a pá (y porque es cortita) la columna de Carlos Boyero en “EL PAÍS”. Pese a que somos el día y la noche, la (a ratos thompsoniana) prosa de este señor sigue siendo superior a la media y hay que reconocer que tiene cojones (entre otras cosas, es de los poquísimos críticos profesionales que se ha atrevido a propinar buenos mazazos al irascible Almodóvar y a su cine basura, lo cual le ha costado el odio incondicional del internacional manchego, que lloriquea en su blog por la pupita que le ha hecho el insobornable crítico). Pero en la columna de hoy, las iras de Boyero no van dirigidas a Peeeedroooooo, sino a los políticos; termina así: Un amigo que lleva demasiado tiempo en la puta calle me cuenta que a pesar de la disciplina mental que le impone levantarse todas las mañanas, se siente acorralado por el vacío, que su presente le da vértigo. Por respeto, no se me ocurre preguntarle la estupidez de si va a votar hoy”. Lo siento, no me convence. Estoy de acuerdo que el paro es humillante y desesperante (tanto como alienante y embrutecedor es el trabajo), pero resulta bastante mezquino usarlo como excusa para no votar. La abstención debe ser algo visceral, un rechazo íntimo a la gran farsa del sistema democrático liberal, a la gran mentira de la política basura, al imperio de los mediocres. No debería ser nunca un insignificante castiguito a los políticos por no darnos pan y circo.

Pero, boyeradas aparte, lo cierto es que, sea por negación activa o pasiva, cabreada o parada, física o metafísica, la abstención lleva las de ganar; vuelvo la vista al periódico y leo que, según el último Eurobarómetro, un 66% de los electores no acudirá a votar, lo que supone la tasa de abstención más alta desde las primeras elecciones en 1979. Según los expertos, la principal razón de esta gran abstención parece ser la falta de confianza en el Parlamento Europeo. Esbozo una sonrisa de satisfacción y le enseño la noticia a mis compañeros de mesa, que la leen con caras largas.

 

 

“Al ofrecerle a nuestro votante la papeleta de voto, se le ofrece la ocasión de participar en un acto de aclamación”.

Ernst Jünger

 

Pasa el tiempo, el final se acerca y los interventores de PP y PSOE (o sea, os dous de sempre, los dos únicos partidos que tienen posibilidades serias) están nerviosos. Sus representantes son estereotipos, actores que representan su papel más o menos bien. Siento grima por ellos, del mismo modo que siento lástima por los que se lo tragan de verdad, los que, como Johnny Weissmüller en la leyenda urbana, se han acabado creyendo Tarzán (o, en este caso, la mona chita) a fuerza de hacer el grito de la selva. Valgan, como arquetipos de buenos actores, un cerdo otoñal, gafotas, obeso, mórbido, canoso y con pajarita que lleva la marca del PSOE y una rubia de bote, anoréxica, cuarentona, arrugada cual pasa, morena de solarium y pija sin clase, que luce el collar de perra del PP. Los del PSOE cantan a progre recalcitrante por los cuatro costados, mientras que a los del PP les sale el pelo de la dehesa por más que se lo depilen al láser: al menos cuento tres bigotillos preconstitucionales bajo otras tantas narices de militantes peperos. Con sus votantes pasa tres cuartos de lo mismo: se les ve el plumero a la legua. Los de los demás partidos tienen pintas de pobres diablos, a excepción de un chaval de UPyD, lozano y bien vestido, pero algo petimetre y demasiado emocionado con los resultados, que iba de la ceca a la meca, con su portátil a cuestas, cantando índices de participación. Alguien debería explicarle que haría mejor soltando su juguete y tumbándose a la bartola, que por mucha gente que participe, y por mucho que recuente cada cinco minutos, no va a cambiar los resultados finales.

Harto de estar sentado, me levanto a estirar las piernas y contemplo las mesas con las papeletas. Partido Popular, Partido Socialista Obrero Español, Unión Progreso y Democracia, Izquierda Unida, Partido Antitaurino, Los Verdes de Europa, Partido por un Mundo más Justo (jajaja), Coalición por Europa… Con tanto partido y tanta agrupación, me mareo, siento náuseas, la cabeza me da vueltas y decido salir a tomar el aire y acabo dando una vuelta a la manzana escuchando al dúo logroñés Espanto y esa bonita canción que dice así: “Señoras y señores diputados, su ministro de interior no se hace cargo de asuntos del corazón. Pero es que era la más guapa de la comisión de crisis, un momento difícil para el partido cuando la vi, cuando la vi. Sin el apoyo de los grupos parlamentarios, que dirá de mi Jiménez Losantos mañana, señores… Es que no cabe un tonto más en España. Es que no cabe un tonto más en España. Es que no cabe un tonto más en España. Es que no cabe un tonto más, es que no cabe un tonto más, es que no cabe un tonto más en España. Si no queréis, no nos votéis, pero no os quejéis, pero no os quejéis”.

Tras dar cinco vueltas a la manzana, me siento algo mejor y puedo regresar a mi potro de tortura electoral.

 

 

“Sólo una pequeña fracción de las grandes masas humanas está capacitada para hacer frente a las poderosas ficciones de nuestro tiempo y a las amenazas que irradian de ellas”.

Ernst Jünger

 

Me considero un hombre con paciencia de santo. Además de poseer un carácter más o menos tranquilo, practico zen y hace años incluso trabajé en una oficina. Pero todos tenemos un límite y son las 7 de la tarde y llevo ya la friolera de 10 horas sentado (sin contar un descanso para el bocata y otro descanso para un café y las obligadas visitas al WC). He metido ya 251 sobrecitos en la urna y tengo ya complejo de repartidor de propaganda. Ya no sé qué hacer ni qué decir: he escuchado música, he releído ya todos los fragmentos de “LA EMBOSCADURA” que podía, he hojeado cuatro periódicos y 3 dominicales, he engullido un bocadillo de chorizo, un pincho de tortilla y tres donuts. He discutido, he charlado y he callado. Incluso he logrado poner la mente en blanco durante unos segundos. Y todo, sometido a una constante vigilancia policial y electoral. Además, me he tomado tres cafés y cuatro cocacolas… Estoy ya que me subo por las paredes, de cafeína y de rabia antidemócrata, así que la última hora se me hace eterna, interminable, cada segundo dura un siglo y no siento las piernas. Esto es un infierno. Apenas viene gente ya a votar y la interventora del PSOE está histérica, no deja de cacarear y de dar la brasa, con ganas de contar los votos y ver cuántos goles ha metido su depauperado partido progre. Por primera vez en toda la votación, pierdo los papeles y uso mi poder como ejem presidente para decirle que o se tranquiliza o me voy a ver obligado a expulsarla del recinto. Ella se calma un poco y me dice, en tono conciliador: “Qué, estás ya deseando acabar, ¿no?” Y yo confieso que “sí, no puedo más, como esto se prolongue mucho me lío a patadas con las urnas”. Después de esto ya no hablamos casi, y el silencio incómodo se prolonga hasta las ocho de la tarde. Llevamos la friolera de 12 horas celebrando la Fiesta de la Democracia.

 

 

“Las preguntas arremeten contra nosotros con un rigor y una urgencia cada vez mayores y nuestro modo de contestar adquiere una significación cada vez más grave. También el callar es una respuesta. Nos preguntarán entonces por qué hemos callado en tal momento y en tal lugar y nos pasarán la factura”.

Ernst Jünger

 

Tras introducir en la urna los votos por correo, me toca, como ejem presidente, dar paso a las votaciones de los miembros de la mesa. Los pajaritos cantan, los vocales se levantan y van corriendo a por sus respectivas papeletas, mientras los interventores, que ya se han traído las papelas de su puta casa o de la sede del partido, permanecen inmóviles pero visiblemente inquietos. Yo aprovecho para ir al servicio de señoras (el otro está averiado) a hacer aguas mayores y a leer las deliciosas pintadas de las alumnas adolescentes, que apuntalan mi ya inquebrantable fe en la  juventud europea con cosas como: “Las mujeres somos como las brujas porque levantamos cosas sin usar las manos”. Pura poesía de retrete. Con las neuronas excitadas por las frases guarras y las tripas revueltas por los tres cafés que me mantienen en vigilia, ejerzo mi sagrado derecho al voto de excrementos en el váter, me limpio el trasero y exclamo: “¡Dildo de Congost… vota!”. Nadie me oye, porque todos están pendientes de la democracia: como para ponerse a hacer necesidades en un momento tan crucial para el futuro de Europa, ¿no? Así que tiro de la cadena, me lavo las manos (no sea que manche alguna papeleta) y vuelvo a mi sillita de presidente donde mis compañeros de mesa me reciben con rostros perplejos al verme llegar con las manos húmedas y vacías. “¿Pero de verdad no vas a votar?”, me pregunta la del PSOE. Yo, como buen gallego, respondo con otra pregunta: “¿Tú qué crees?”. Pero aún añado: “No es obligatorio votar, ¿no? No me meterán en la cárcel, ¿no?”, en tono de broma. No hay risas ni respuestas. Pero, pese a mi negativa a rebajarme al nivel de votante, sí me veo literalmente obligado a meter las papeletas de los integrantes de la mesa en la urna de metracrilato. Durante un rato, el silencio es casi sólido y noto alta tensión a mi alrededor. Todos creen que bromeo y que al final votaré, esperan mi respuesta, la respuesta del ejem presidente de la mesa. Y yo callo. ¿Cómo explicarles que ya había ejercido mi derecho al voto en el excusado?

 

 

“Quienes tienen el poder colocan en un escalón más alto en su jerarquía al delincuente común que al hombre que contradice sus propósitos”.

Ernst Jünger

 

Las ocho de la tarde. Llega la hora del recuento de votos. A seis manos, los vamos agrupando en montoncitos, por partidos. Luego los contamos. Parece que sólo salen del PP y del PSOE, más alguno suelto de IU y otros de UPyD. El resto, consiguen sólo votos sueltos. De Iniciativa Internacionalista contamos cuatro y del Partido para un Mundo más Justo (jajaja) sólo uno, como el Partido Antitaurino o los Verdes de  Europa; de hecho, hay como veinte partidos que sólo tienen un triste voto. Izquierda Anticapitalista, que tienen aquí dos interventoras viendo cómo hacemos el recuento, no consigue ni un miserable voto. Es una labor penosa y totalmente inútil: ¿de qué vale contar bien los votos si luego en el Ministerio del Interior los vuelven a recontar a su manera? ¿Qué valor real tiene un voto cuando por cada votante hay un no-votante? ¿Por qué los votos de todas las personas valen lo mismo? ¿Por qué el voto es anónimo? Muchas preguntas sin respuesta brotan en mi mente en estos momentos, pero como tengo las manos ocupadas contando votos y apuntando resultados, apenas anoto ya nada en la libreta, aunque me acuerdo de lo que decía Nietzsche, aquello de que la democracia hacía tabula rasa, igualando al imbécil, al impotente y al esclavo con el genio, el fuerte y el poderoso. Algo de eso habría, si esto fuera una auténtica democracia, pero ni eso, es algo todavía peor: es una pseudodemocracia. Aún así, aquí todos fingen que esto es algo serio y de verdad y el recuento parece que llena de dicha a los militantes de los partidos, pero a mí, que estoy agotado y asqueado, me resulta un soberano coñazo. Al final, el PP tiene más votos que el PSOE, aunque no muchos. Luego va IU y luego UPD. Los demás, se reparten las migajas.  

 

 

“Si las grandes masas fueran tan transparentes como asevera la propaganda, si sus átomos estuvieran tan orientados en una misma dirección, entonces se precisaría una cantidad de policía no mayor que el número de canes que necesita el pastor para cuidar de su rebaño. No es eso lo que ocurre, sin embargo; pues en el seno del gris rebaño se esconden lobos, es decir, personas que continúan sabiendo lo que es la libertad”.

Ernst Jünger

 

Nueve de la noche. Tras rellenar otros tropecientos impresos con sus correspondientes copias en los que se constata (en letra y en número) los votos que ha tenido cada partido, el gran vodevil electoral se acaba, los bedeles cierran el colegio y, como tres presidentes de mesa nos rezagamos (en mi mesa se recuentan los votos hasta cuatro veces, a instancias de una desconfiada interventora de IU), tenemos que esperar más de una hora en el portal del colegio, escoltados por tres municipotes. Hay una señora muy cabreada, que empieza a soltar burradas a viva voz; luego llegan sus dos hijas universitarias (y, según dicen, votantes de Iniciativa Internacionalista: se quejan de que las papeletas de su partido estaban “muy escondidas”) y su perro (como no estoy muy al día en las últimas leyes de ZP, me pregunto si las mascotas también pueden votar), que se unen a ella en las quejas y exabruptos. Yo, que tampoco estoy para gaitas, arrojo mi generosa ración de sapos y culebras por la boca, en una escena que parecería sacada de una telecomedia nacional… si le quitáramos el sonido, claro, porque aquí no estamos contando chistes, sino cagándonos una y mil veces en la democracia liberal, mientras los policías nos miran con indiferencia y sólo se ríen y sueltan de vez en cuando: “No, no, si nosotros somos unos mandaos, si esto de las elecciones no lo hemos inventado nosotros, señora, pero de aquí no se puede mover nadie mientras no llegue el autobús para llevárselos a todos a los juzgados”. Y como tienen pistolas, aquí se acaba la discusión. Es lo que tiene la democracia: puedes decir lo que quieras, total, el poder sabe que las palabras se las lleva el viento. Y esta noche sopla un huracán. A punto ya de congelarnos en el portal, sin cenar y sin orinar porque no nos dejan ir al bar de enfrente, llega el autocar que nos traslada por fin a los juzgados de Plaza de Castilla, donde hacemos entrega de nuestros sobres con las actas de sesión a los magistrados que, a su vez, supongo, los entregarán a los superagentes del CESID para que hagan el ejem recuento definitivo. Es la una de la madrugada.

 

 

“El auténtico problema está en que una gran mayoría NO quiere la libertad y aún le tiene miedo. Para llegar a ser libre hay que SER libre, pues la libertad es existencia –la libertad es ante todo la concordancia consciente con la existencia y es el placer, sentido como destino, de hacerla realidad”.

Ernst Jünger

 

Tras llenar el buche en el primer sitio que pillo abierto, vuelvo a casa desde Plaza de Castilla, con el alma derrengada y la muñeca con agujetas de tirar votos. Pero, muy en el fondo, estoy vivo. Al fin y al cabo, he superado la prueba, he pasado la pantalla, he descendido al ojo del Maelstrom electoral y NO he votado. Escuchando en mi MP3 “HÉROE DEL TRABAJO / EL ACERO DEL PARTIDO”, la obra maestra de Esplendor Geométrico, y caminando por una apocalíptica, espantosa y medio desierta Plaza de Castilla, con sus atroces monumentos al progreso, me siento como Kamandi, el último sobreviviente, en el planeta de las bestias… y es ahora cuando un latigazo de comprensión ilumina mi mente: la música chirriante en mis oídos, el caos postindustrial a mi alrededor, mi ser volcado hacia dentro… hacen que todo esto, a su locuela manera, encaje. Aquí y ahora, todo es como debe ser. No tiene sentido buscar un mundo feliz (ni “más justo” ja,ja) en plena Edad Oscura. Pero, por otro lado, a pesar de que todo tiene que ser forzosamente como es y no pueda ser de otra manera, pese a que Esto es nuestro destino… seguimos viviendo en una de las épocas más deprimentes, degradadas y monstruosas de la historia de la Humanidad, una era regida por “el peor de los sistemas posibles”. Ya sólo cabe emboscarse: echarse al monte interior. Así que hago de tripas corazón y me cuelo en el apestoso metro donde, a la luz de los tubos fluorescentes, sigo releyendo al azar fragmentos de “LA EMBOSCADURA”. Llego a casa con una extraña sensación de victoria.

 

“La última esperanza que queda es que el proceso acabe devorándose a sí mismo, como un volcán que ha arrojado toda su lava”.

Ernst Jünger