SU NOMBRE ES PELIGRO

(o sea, realidad)

 

Durante casi dos décadas las únicas referencias que he tenido sobre Jorge Martínez fueron la escucha ocasional por la radio de una canción que decía «Tengo un problema sexual: soy una bicicleta» (arrojada inmediatamente a mi papelera mental de temas-chistosos-que-no-me-interesan-nada –junto a otros de Siniestro Total, Nikis, Hombres G, Toreros Muertos, El Pingüino, Los Inhumanos, Mojinos Escozíos, etc-), los rumores (entre verídicos y legendarios –pero todos tirando a bizarros, en la doble acepción de este término-) sobre su karma predador, una entrevista bastante caótica en cierta publicación nacional (¿«DisidenciaS»?, podría ser), y su presencia en no recuerdo qué debate basura donde lo confundí con uno de los gemelos Matamoros. Resumiendo, lo poco que conocía de Jorge no me lo hacía santo de mi devoción.

La cosa empezó a cambiar cuando escuché el cd de Los Caramelos y me topé con un temazo, «Africa paga», de sugerente melodía y letra entre irónica y nihilista que (en mi condición de lector férvido de Ernst Jünger y James Ellroy, y de espectador gozoso de films como «El silencio de un hombre», «Yakuza», «Infierno de cobardes» o «Fríamente, sin motivos personales») no pudo por menos que llamarme la atención. Acababa de conocer a Charlie Mysterio y, al preguntarle sobre la canción, se me desparramó en una vibrante apología de Los Ilegales, con audición incluida de títulos que podían romper mis pobres y estrechos esquemas en torno a la creatividad y carisma de JM («Destruye», «Tiempos nuevos, tiempos salvajes»,  «En el pasado», «Enamorados de Varsovia», «Quiero ser millonario», «La casa del misterio», «Agotados de esperar el fin»... –títulos que, tanto en su instrumentación como en su melodía, no me resultaban en absoluto ajenos, pues los asociaba bastante con el estilo de Antonio Zancajo, otro gran guitarrista poprockero y conmilitón mío en Paraíso y La Mode, banda esta última de la que fue su auténtico espinazo instrumental-), más el añadido de un par de anécdotas destroyer en las cuales se involucraba (en calidad de damnificados) a Ramoncín y a los Gabinete (lo que, sin duda, me obligó a contemplar la psiquis energética de Jorge con mucha más simpatía).

Pasó el tiempo y Charlie me descubrió cantidad de música (hitos del sunshine pop y la psicodelia –Harpers Bizarre, Love, Sagittarius, The Music Machine, Iron Butterfly...-, las obras completas de Kevin Ayers, la imprescindible oscuridad de Morphine, exquisiteces de los 90 como Tindersticks o The Clientele, las rarezas electrónicas de Raymond Scott...) pero nunca me acababa de completar el cd prometido de Ilegales con las magníficas canciones que tanto me habían roto los esquemas sobre Jorge. Durante ese tiempo, y aparte del propio Charlie y sus mil caras, lo único que realmente me había llenado del más reciente pop/rock español (no como flor de un día o como algo que a la segunda escucha se te empieza a encoger –aún más si conoces en persona al sujeto en cuestión y éste parece, en su grisura, como sacado de una serie de Mercero-), era Chinarro, descubierto a menda por Dildo de Congost, uno de sus más entregados fans. Fue precisamente Dildo quien me remachó en la fijación por Ilegales, tras  entrevistar a fines del 2003 a Jorge para «Mondo Brutto» y haberse establecido muy buena química entre ambos (comentario dildoso: «Jorge es uno de los tipos con la cabeza mejor amueblada que me he encontrado nunca» -frase irresistible para mí, que considero la estupidez el mayor de los pecados-). Volví a insistirle a Charlie para que me pasase el cd prometido con mis temas favoritos y, a comienzos de febrero, en una semana apoteósica, todo convergió, escucha de varios días de dos cds con un montón de material (incluyendo muestras de su último trabajo como «La chica del Este» o «Libérate») y asistencia en el Sol a un concierto de la banda.

 

 

Debo decir que soy un pésimo espectador de actuaciones en vivo: no soporto mucha gente a mi alrededor, enseguida me duelen los pies, el sonido suele ser nefasto, las gracias del vocalista hacia el público generalmente se me antojan poco afortunadas... en fin. Pues todo esto careció de importancia en aquel jueves 5/F cuando dos horas de estruendo ensordecedor (no es licencia poética: tardé dos días en recuperar el normal uso de mis tímpanos), masas dándome empellones, Jorge largando sin parar y guitarreando aún más, su banda perfectamente conjuntada como pitbulls a la carrera... todo tenía sentido y yo no disfrutaba tanto de un concierto desde que escuché de adolescente el álbum «Slade alive!» con la envidia de no haber sido espectador de aquello. El sonido no era muy bueno pero la ironía de Jorge en sus puyas a la mesa y la propia voluntad del combo hicieron remontar la cosa. Las canciones marchosas que, en versión de estudio, había oído sin mucho interés («Soy un macarra», «Eres una puta»...), e incluso la bizarrez de «Tengo un problema sexual», adquirían nuevas dimensiones épicas con el directo. Los speechs de Jorge eran inusualmente lúcidos, sin una sola palabra gratuita, con vocación de haiku: lo que Auserón vertería en tropecientas páginas de espesa prosa pseudoestructuralista, JM lo sintetizaba en píldoras definitivas (sobre estilos de música, sobre sonido, sobre la mierdiocre realidad que nos rodea, o sobre los precisos contratiempos del momento –como cuando se le rompió una cuerda justo al comenzar la segunda canción-, sin olvidar la refrescante e insospechada autocrítica con que interrumpió la ejecución de «La chica del club de golf»), píldoras que (en mi condición de coleccionista de perlas samurais como el «Anda, alégrame el día» de Harry Callahan o la glosa surfera de Robert Duvall sobre el olor a napalm) me hicieron disfrutar como un enano (uno de esos enanos que Foucault -en sus momentos más ilegales- gustaba de estrellar contra las paredes de los pubs de Frisco). Y fue precisamente en uno de esos speechs rotundamente pronunciados en perfecto castellano (sin ese balbuceo de colgadete plumoso tan frecuente en nuestras pop stars) cuando Dildo, con expresión extática, me miró y preguntóme «¿Jorge no te recuerda a alguien hablando?».

En efecto. A Rafa, el maestro zen, silencioso mentor de esta LINEA DE SOMBRA, la persona que nos ha ayudado no poco a Dildo y a mí a ser un poco menos tontos de lo que éramos. Si Rafa hiciese música, sería JM. Porque muchas experiencias de Jorge estoy seguro que no le resultarían ajenas a quien, antes de fraile, fue combativo samurai en muy variopintas situaciones (en los trepidantes y kamikazes juegos africanos de su servicio militar, o en sus adrenalínicos años de Facultad –cuando todavía uno era lo bastante ingenuo como para darse de hostias por razones políticas-). No sé, creo que ambos tienen mucho en común, aparte del cráneo rapado, la acusada mandíbula y la potencia muscular: la mirada felina de Rafa (muy importante esto de «lo felino»: no en vano Jorge sacaba lo más visceral y prohibido de aquella canción de su paisano Manolo Díaz que popularizaron Los Bravos hace eones) se solapa con la serenídad que Jorge parece transmitir en estos días en que el mundo se convulsiona como una vaca loca (la serenidad que da el tiempo vivido sin tregua pero vivido de veras, asimilando lo que se vive –y, para mayor comprobación, escuchad el «Libérate» o leed sus respuestas en la entrevista de «Mondo Brutto»: ahí está la diferencia entre un sujeto estimulantemente peligroso, surgido de la realidad, como JM, y esos hologramas virtuales de chulesca y congelada pose, más y más ridículos a cada minuto que pasa-).

Finalmente, señalaré momentos que, para mi sensibilidad, se sitúan en las antípodas de una escucha de Ilegales: leer el diario de Nacho Canut, Ophra Campos tendiendo la ropa y soltando un sermón populista sobre las excelencias de la Constitución, aquella entrega de los conciertos de Radio 3 con Jaime Urrutia imitando a Millán Salcedo, pensar en la donzella de la zeta espúrea (porque no es ni vasca ni veneciana –que diría Charlie-) en cualquier situación distinta a una snuff movie (con Kiko Argüello en el papel de Hugo Velvet, me sugiere el amigo Elderly con su habitual malignidad), el visionado de «South Park», una tarde en una terraza de Chueca oyendo majaderías sobre la última deposición editorial de David Payol (el pobre Dildo sabe de lo que hablo -«the horror, the horror»-), el slogan de Tele 5 «12 meses 12 causas»...