ultimo texto de fernando
marquez antes de retirarse al cuarto estomago de la plesiosaura isaura
«No
fracasamos por culpa de nuestros sueños sino por no haberlos soñado con
suficiente fuerza.» (ERNST JÜNGER)
El
desprecio de Martin Venator ante las alicortas maquinaciones de los opositores
al régimen, terroristas incluidos, ¿es síntoma de conformismo o más bien de
todo lo contrario? La antimateria ¿no debe incubarse antes de hacer afirmación
de su existencia? La creación de Otra Moral ¿no es algo demasiado grave para
ser objeto de improvisación?
A
este orden de cosas pertenece el recelo de Lenin ante las actuaciones de los
nihilistas (incluido su hermano Alejandro -cuya muerte, no obstante,
configuraría el destino del constructor del bolchevismo-). Empeñado en tejer
una tupida red, mitad secta («Orden» diría Jünger en «La Emboscadura»)
mitad Servicio de Inteligencia (el término «agente» -tan empleado más
tarde por todos los regímenes políticos en sus combates de fondo- es hallazgo
leninista), el burgués Ulianov (burgués a los ojos de anarquistas y
socialrevolucionarios) se dispone a heredar la tierra que en ese momento
detentan los dinosaurios del despotismo decadente (en su doble decadencia,
reformista y retardataria).
Hoy
por hoy, sólo existe un combate en el cual los valores aún no se han degradado,
en el cual el hooliganismo y el aventurerismo todavía no han hecho acto de
presencia, en el cual la disposición sacrificial a morir está más a flor de
labios que la jactancia del «Menudos cojones tengo...», en el cual el
honor y el sentido deleuziano/fanoniano de construir un pueblo desde la base de
la experiencia colectiva de ofensas y humillaciones es algo más que retórica o
que confuso espejismo: este combate es el del pueblo palestino. Utilizar
propagandísticamente la lucha palestina para dar más fuste a la mucha menos
clara lucha propia es inicuo. La relación honesta de un espíritu insito en
Occidente con la insurgencia de Gaza y Cisjordania (única guerra santa que hoy
merece tal nombre) ha de establecerse no desde la propaganda y la emulación
jactanciosa (en ningún lugar de Europa -por muy calientes que estén las cosas-
«se es como los palestinos») sino desde la vivencia interior y el
sentimiento de inferioridad (el mismo que sentían las sensibilidades más
anticonformistas de la juventud de los últimos 60 ante los charlies
vietnamitas o los vandervogel chinos de la revolución cultural
-precisamente por su conciencia de que, en tanto en cuanto occidentales, eran
cómplices de los enemigos de aquellos a quienes admiraban-): algunas personas,
desde su particular sensibilidad para el sufrimiento y desde su contumaz
negación a la abyección como escape ilusorio de tal sufrimiento, pueden
(podemos) interiorizar, al menos parcialmente, en la Intifada (un ejemplo lo
dan dos franceses cercanos a la santidad -Simone Weil y Emmanuel Mounier- en su
visionaria postura anticolonialista, antes de que la descolonización formase
parte del discurso político de la izquierda europea occidental); otras, en
idénticas circunstancias exteriores (cárcel, barricadas, exilio, marginación),
jamás lo lograrán (aunque tal vez sean éstas quienes más alardeen hoy sobre su
presunta emulación con la lucha palestina).
Mientras
las insurgencias hoy existentes en el ámbito occidental no rompan del todo con
sus enfermedades (troskoatlantismo, hebertismo, utopismo escapista,
goliardismo, tribalismo urbano, pseudoromanticismo burgués, más facilidad para
protestar de «papá Estado» y quejarse de su autoritarismo que para,
despreciándolo por su ineptitud y debilidad como hicieron los revolucionarios
que llegaron a conquistar la realidad más allá de los deseos, ocupar su puesto
y atender mejor que él a las realidades últimas del Poder: las mismas
enfermedades que han hecho de las revoluciones latinoamericanas una continua
cadena de frustraciones y fracasos -con la excepción cubana, gracias a la
providencial ayuda soviética, y la quasi excepción senderista peruana,
realizada en clave indochina, antioccidental, y sólo parada por otro oriental,
el japonés Fujimori-), nunca llegarán a cuajar como auténtica alternativa
antisistema y, si en determinado momento, llegan a lograr formalmente sus
objetivos, tendrán que ver con nuevas ediciones de lo existente (una Padania,
unos Estados Bálticos post/Perestroika, un Gibraltar, un Sealand... -por
no pensar, en sus casos más radikales, en unas taifas hooliganescas a lo
«Mad Max», que es en lo que deben soñar los elementos más anarcoides de tales
entornos: o sea, más que nacionalismo revolucionario, puro y simple «okupismo»-)
y no con lo que supusieron, como inicios de un Orden Nuevo (término,
recordemos, acuñado por un comunista -Gramsci-) frente al Desorden Establecido,
la URSS (al menos, hasta el inicio de su descomposición en los primeros 50 -en
puridad, la Perestroika, en cuanto complot liquidacionista pro-occidental,
empezó con Kruschev y, de no haberlo evitado Stalin, habría empezado con
Bujarin, recién muerto Lenin, llevando hasta sus últimas consecuencias el
funesto experimento de la NEP-) o la China Popular de Mao (más fiel a sí misma
de lo que creímos quienes le dimos la espalda como «caso perdido» tras
la desaparición del Gran Timonel: si la represión de Tiananmen fue la muestra
contundente de que no había espacio para un yeltsinismo de ojos oblicuos
financiado por el magnate Soros y que la NEP parcial de las zonas económicas
especiales no tenía nada que ver con la quema de naves neobujarinista de
Gorbachov, cuando el país más poblado del planeta se convierta, en un plazo no
lejano, en el primer referente económico global y sea Confucio -ese
Confucio tan caro al profeta Pound y tras cuyas consejas se abre la dimensión
sin fondo de la gnosis taoísta- y no Hayek y Friedmann quien marque la pauta,
los chips de Occidente van a cambiar pero mucho).
Hay
muy poco que hacer en el plano formal, cara al exterior, en nuestro ámbito
geopolítico para contribuir a la lucha antisistema. Pero sí hay mucho por hacer
desde la transformación interna, desde el creciente desapego por lo
establecido, desde la desalienación, desde la transvaloración de los valores
(un amigo mío -monje/guerrero practicante riguroso de la mística zen y quien
mejor ha sabido entender, de la gente que conozco, tanto a Lenin como a Jünger
así como la esencia, frustrada por las contingencias y por mi puñetera
tendencia a sobrevalorar al prójimo, de «EL CORAZON DEL BOSQUE»-, en su
aparente no hacer nada, seguramente esté dando mayor testimonio de
subversión que cuarenta energúmenos arrasando una vía pública -más por
imperativos de la adrenalina que por expectativas de un «Año Cero»- y,
de seguro, los susodichos energúmenos se cagarían por las patas abajo y
encanecerían en una noche de seguir las severas pruebas en que consiste ese «no
hacer nada»), desde la Disidencia (palabra hollada, estuprada, vapuleada y
pisoteada como pocas por toda clase de agentes provocadores pero palabra
eternamente inasequible a la corrupción -pues, como el heroísmo o la santidad,
es palabra que sólo tiene sentido desde la interiorización siempre subversiva y
no desde la manipulación-canonización-recuperación externa a toro pasado-):
en todo caso, quien, pese a todo lo expuesto, se empecine en la «acción»
y se sienta capaz de ser algo más que un lastre bienintencionado o que un
turista de la Revolución (desde los tiempos de la Convención, muchos de los
cooperantes han acabado malamente con aquellos a quienes pretendían ayudar
precisamente por eso), que vaya al lugar del conflicto (fuera de Europa
Occidental, insisto: a Oriente Próximo, al corredor bolivariano, a los
Balcanes, al Asia Central, incluso al Middle West norteamericano) o al lugar
donde se cuece el futuro (a China y a Rusia, básicamente); pero dejando a
Europa Occidental (con su corrupta cabeza belga) que continúe su karma de
pudridero kippelizado a lo «Blade runner», de cementerio de ilusiones y
decencias, de paisaje muerto de Madame Tussaud, de vieja puta con ínfulas de
Lolita (como si el timo piramidal del Euro fuese suficiente elixir de la eterna
juventud), de parque geriátrico tal vez redimido con el tiempo (como
consecuencia demográfica de la inmigración) por una cultura más próxima a los
condenados de la Tierra de Fanon y al estado imaginado por la chiíta honoraria
Simone Weil en su «Echar raíces» que a la civilización hediondamente hipócrita
de quienes los dominaron y explotaron.
Tal
vez en otra época la frase de Drieu «No sabemos lo que hacer pero lo
haremos» pudo tener sentido. Hoy, cuando la Historia con sus puntos de fuga
y sus incógnitas ha dado paso a la telaraña antiutópica, cuando las voluntades
insurgentes que generaban expectativas antisistema (hasta las más anecdóticas
-como quienes comandaban el Ejército Simbiótico de Liberación, una de mis
guerrillas favoritas-) han dado paso a ratas manipuladas por los Mengeles de
los departamentos contrasubversivos de guerra psicológica, el culto a la acción
por la acción es sinónimo de estupidez o de impulsos autodestructivos: leed a
Lenin en este tránsito de siglos-milenios y ved cuán lozana se mantiene su
actitud maquiavélica, su venenosa paciencia, su desapego total de lo impuesto
(la certeza de su odio a lo burgués -el único racismo sano y concebible como
actitud cargada de futuro- es tal que no necesita probarse a sí mismo con
actuaciones irreflexivas y puede pulir ese odio hasta convertirlo en rayo
láser). Y leed al revolucionario conservador Sombart (su obra «El burgués»)
para entender todavía mejor el odio de Lenin y la lógica de la atracción que el
creador del bolchevismo ha inspirado a lo largo de la Historia reciente en
espíritus presuntamente antagónicos (antagónicos, claro está, según los cánones
de la progresía) como Drieu, como D'Annunzio, como Duguin, como un servidor.
El
mundo burgués se desmorona solito por su propio pie: las catástrofes (de las
meteorológicas y tectónicas a las biológicas y genéticas -todas responsabilidad
exclusiva del desarrollo irresponsable impuesto por el colonialismo
occidental-) y los pueblos fuertes (amarillos continentales, matriz de Eurasia
-incluyendo a los eslavos, por su fecundo mestizaje atávico con las hordas
mongolas, que les ha permitido sobrevivir al venenoso hechizo neoliberal, bien
desde el rechazo nacional/comunista bien desde una asunción tan compulsivamente primitiva que lo ha hecho
estallar como un aborto, caso de la Rusia yeltsiniana, o lo ha mutado en
peculiares creaciones de carácter estrictamente instrumental/experimental, caso
de China-) llevarán la pauta de la destrucción. Los disidentes del Titanic, de
la nueva Atlántida, de la nueva Sodoma, del mundo inmediatamente prediluvial, sólo
debemos contribuir a acelerar los acontecimientos (en nuestra modestísima
medida de incidencia en la realidad -aplauso a cada nueva desmesura del
establishment como Lenin aplaudió la guerra entre potencias burguesas como
coyuntura ideal para el posterior triunfo de la revolución, autocrítica de toda
prepotencia supremacista pro/raza blanca interiorizada en los espíritus
disidentes, exigencia de responsabilidades a la llamada «civilización
occidental» por haber llevado al planeta a su situación presente, denuncia
de los movimientos ecologistas como cómplices naturicidas del desorden
establecido en su rol de «policías buenos» y de simulacro reformista de
oposición, denuncia de las ONGs como entidades parapoliciales que atentan
contra la soberanía de los pueblos, desmitificación de las falsas oposiciones
tipo «derecha vs izquierda» o «fascismo vs antifascismo» o «democracia
vs totalitarismo» y defensa de otras más pertinentes como «Occidente vs
Oriente» o «atlantismo vs eurasiatismo» o «tecnocracia vs naturocracia»-)
y congratularnos de que la férula atlantista/anglosajona que nos ha marcado
durante tres siglos esté a punto de quebrarse.
No
hagamos nada. Sólo contemplemos con una sonrisa (afinando nuestro odio
cual rayo láser) la agonía inexorable de nuestros enemigos y dispongámonos a
heredar la Tierra. Pero sin cometer los mismos errores dualistas,
supremacistas, progresistas, desarrollistas, ilustrados. Heredemos no
como señores (aspiración grotesca de animales enfermizos -esas bestias
palúdicas de sobreestimulada fantasía, de las que hablaba Ortega- en perpetua
revuelta contra la realidad, la salud y la pureza -no en vano toda
civilización, en su eterno ciclo spengleriano, llega a su quintaesencia
terminal dando una prioridad absoluta al espectáculo, a la realidad virtual, a
los magos de Oz frente a las voces disidentes y no alienadas que gritan «pero
si el rey va desnudo...»-). Heredemos como partes de un Todo. De un Todo
que nos contiene, que nos trasciende.