INTRODUCCIÓN

Desacralizar es un oficio fácil; por eso debe repugnarnos

Guido Ceronetti

 

Desde hace varios siglos el cuento de hadas se desvanece en manos de filólogos, pedagogos, psicólogos y antropólogos. Convertido en un espectáculo marmóreo, en la actualización de un misterio que se ha vuelto lejano, no consigue fascinar a los niños ni a los adultos porque ha perdido su corazón. 

 

La hierba cubre la osamenta de los príncipes y la sangre de las mujeres de Barbazul sólo inspira musicales y espectáculos de Grand Guignol. Pedagogos y psicoanalistas comentan el duelo de la madrastra y la alfarera, sin saber que el numen, que es sabio, se retira cuando oye hablar de la histeria. Mientras, la nave de Simbad se pudre entre Antioquía y Anamur. Abandonado al juego profano de la combinatoria, el cuento se ha convertido en puro tedio, en una danza dieciochesca.

 

Por suerte basta un encuentro con un sonámbulo, uno de esos seres que viven entre dos mundos, o el descubrimiento de un cuento verdadero para que regresemos al centro del jardín. El vínculo entre cuento y misterio, que se desvaneció hace siglos, puede ser recuperado en un instante de fortuna. Vuelve entonces la belleza y el miedo, el tiempo del rito. Si presento a continuación una traducción de un texto de Cristina Campo, escritora, traductora y poetisa italiana, es porque en su obra el cuento recupera sus antiguos contornos y se convierte en camino de perfección, en una vía regia que permite transformar el espíritu.

 

Para Cristina Campo los cuentos de hadas son textos sapienciales que podrían acompañar a los evangelios. Tiene la convicción de que su lectura atenta y fascinada permite alcanzar otros cielos. En general toda la obra de la escritora italiana –una obra que es breve, diamantina, severa- invita a conquistar tierras invisibles. Poco importa que el objeto de su atención sean los cuentos, los iconos o los dichos de los padres del desierto, la renuncia aristocrática de los santos, el estilo o un verso de John Donne, su prosa despierta siempre la nostalgia de lo Real.

 

No debe sorprendernos. Cristina Campo, como Jünger, intuye “una economía que contiene todos los acontecimientos y supera su significado”, del mismo modo que el tapiz supera a las flores y los animales que lo forman. Le interesa la belleza absoluta, el rito, el destino. Durante toda su vida sueña con el Parque del Rizzoli donde jugaba de niña, un jardín perdido que ocupa, como una presencia incandescente, el centro de su obra y al que acompañará agradecida al lector que se acerque a su obra. Refractaria al mundo moderno pertenece a los orígenes, como la bestia fabulosa de los cuentos o un animal visto en sueños.

 

En su vida hay una constante: la voluntad de ir más allá del juego de las fuerzas visibles. Para escapar de la oscura ley de necesidad se entrega a la ascesis y se propone transformar su espíritu, exaltando hasta un extremo la búsqueda de la perfección. Piensa que el culto a la forma es un rito que permite alcanzar el paraíso y se entrega a la ascesis con la gracia y el desapego de un niño. Llega al Bosque guiada por una capacidad de concentración sobrenatural.

 

Es posible relacionar el agotamiento físico de Cristina Campo (su salud fue siempre frágil, murió a los 53 años por complicaciones provocadas por una malformación del corazón) con este culto salvaje a la perfección. Sabía que el precio del estilo era la renuncia e hizo de su vida un ejercicio aristocrático. Ardió en la perfección del rito, en el pathos de la distancia, deslumbrada por la belleza.

 

El texto que presento, Sobre el cuento, forma parte del libro La flauta y la alfombra, que aparece recogido en el volumen Los imperdonables, de la editorial Adelphi. No se ha publicado hasta ahora ninguna obra de Cristina Campo en España y creo que esta traducción, bastante modesta, ayudará a quien no la conozca a descubrir su estilo y sus obsesiones. El lector apreciará muy pronto que en su acercamiento al cuento no hay fantasía evanescente ni ensueño (la palabra italiana fantasticheria sugiere una pulsión desordenada, un acrecentamiento mórbido de imágenes) sino la mirada serena del santo, que atraviesa las visiones y la tentación. Hada transfigurante, Cristina Campo nos guía hasta el corazón del cuento, que es también, como recuerda Schuon, el lugar donde el cielo y la tierra se tocan. El Parque del Rizzoli, y al mismo tiempo el Paraíso.

 

 

SOBRE EL CUENTO

 

Cristina Campo

 

Para Cayetan

 

Misterioso es el narrador de cuentos. “Leyenda popular”, leemos en un libro, pero se sabe que todo acontecimiento perfecto es obra de un solo hombre, que únicamente la experiencia preciosa que corresponde a un ser singular puede reflejar como una copa encantada el sueño de una multitud. El acontecimiento irrepetible se vuelve historia universal, la máxima profundidad máxima superficie.

 

Es posible que el creador de cuentos sea parecido a quien encuentra tréboles de cuatro hojas que, según nos recuerda Ernst Jünger, adquiere clarividencia y poderes augurales. Comienza a narrar para dar placer a los niños y de repente el cuento se convierte en un campo magnético donde se reúnen, componiendo figuras, secretos inexpresables de su vida y de la de quienes le rodean. Por otra parte, quien se ve obligado por la naturaleza de una narración a hacer uso constante de metáforas difícilmente escapará al don peligroso y magnífico de los contenidos secretos, ya que “al principio era la forma”, vaso de oro en espera del licor desconocido. Con el paso del tiempo cada vez usará mejor ese don, hará uso de él con más delicadeza, como sucede con todo los dones (es, creo, el caso de Madame d’Aulnoy).

 

Se trata, con frecuencia, de innumerables superposiciones geológicas que el gran fabulista sabe conducir al fulgor del mineral perfecto: el ágata irisada, la profunda malaquita (nos sorprende que sus venas, taraceas y estriados no sean obra de un orfebre sino del agua y del tiempo). La seguridad con la que el narrador de cuentos elige sus materiales y los recompone depende de su familiaridad con el misterio que está en las raíces del cuento.

Que ese misterio está siempre presente en todos los cuentos que merecen ser recordados lo atestigua cada elemento del relato.

 

 

Ante todo la belleza, en su caudal inagotable. ¿Se actúa alguna vez en un cuento si no es por la pura belleza, absolutamente abstracta, la mayoría de las veces aún por elaborar, y que descubrimos en las Tres Naranjas que cantan y bailan, en la Hija del Rey del Techo de Oro? Belleza y miedo. Polos trágicos del cuento, son también –al mismo tiempo- sus términos de contradicción y conciliación. Los terrores más carnales no van a desviar al héroe del cuento de la belleza irreal y la naturaleza de su búsqueda alucinada se hace evidente en la cualidad de las pruebas que deberá superar y en las virtudes que le serán necesarias para conseguirlo. Las tres teologales, sí, pero también las cardinales y por añadido los siete dones del Espíritu.

Incluso un personaje que en apariencia es meramente humano, Simbad el Marino, ese Odiseo de Oriente que ya es rico después de su primer viaje, responde con otros seis a la llamada embrujada que lo lanza puntualmente, al Leviatán del miedo. En siete ocasiones la belleza le atrae, el miedo se apodera de él, lo purga y lo transforma, de modo que, animado a iniciar su primer viaje por un versículo del Eclesiastés, “Me arrepentí ante Dios”, declarará después del último “este séptimo viaje fue el último y el final de todas las pasiones”.

 

Héroes y bardos del cuento absoluto, el cuento de los cuentos, fueron en todos los siglos los Santos. O bien personajes arcanos, gentilhombres y damas que alegraron con su gracia intelectual algunas cortes, y bajo la forma del duelo amoroso o de la fantasía extravagante narraron historias similares a las de los Santos. Es superfluo recordar los lais de Maria de Francia, esa extensa y amorosa leyenda áurea. Incluso en la corte del Rey Sol hubo cuentos que no eran en realidad sino parábolas: Belinda y el monstruo o La gata blanca. Impresiona –ya que en el siglo XIX el nexo entre el cuento y el misterio se había perdido por completo- que la Condesa de Ségur, después de haber amonestado de manera puntillosa a sus hijos y sus nietos con las desgracias de la inocente y obstinada Sophie (esa figura que parece hija de la Justine de Sade) y del virtuoso Blaise, de manera inesperada, cuando le pidieron un cuento, trazó dos itinerarios místicos perfectos: l’Histoire de Blondine, de Bonne Biche et de Beau-Minon y Le bon petit Henri.

 

Si la saga del pequeño Enrique, que por piedad filial asciende la montaña ímproba en busca de la planta de la vida, es una subida al Monte Carmelo, descrita con una sabiduría impecable en sus siete estaciones, l’Histoire de Blondine es la historia de la expulsión del paraíso y de la redención del pecado original, e importa poco que también sea razonable la lectura erótica que se hace habitualmente de sus figuras. No hay plano sobre el que un acontecimiento ejemplar no pueda ser leído, y aún menos el literal, de manera que incluso el pasaje –clásico en los tratados de mística- en el que Blondine duerme una noche y al despertar han pasado siete años y ha accedido a todo el conocimiento humano, podrá traducirse dentro de poco, al parecer, en términos astronáuticos. Con una diferencia: el astronauta no sabrá cuando despierte más de lo que sabía al acostarse y el sentido de ese sueño –que si no fuera metafísico sería monstruoso- se pierde. Como la tensión del arco liberado, esto nos devuelve al punto anterior: hay que exigir, ante el cuento, una lectura conjunta de todos los planos, o ninguna interpretación será plausible.

Lo imposible está abierto al héroe del cuento. ¿Pero cómo se llega a lo imposible sino a través, precisamente, de lo imposible? Lo imposible se asemeja a una palabra que se puede leer en un primer momento de derecha a izquierda, y posteriormente de izquierda a derecha. O a una montaña con dos vertientes, una escarpada y otra suave. Es la montaña del pequeño Enrique, que en su ascenso debe realizar siempre lo imposible, y en su descenso puede llevar a cabo lo imposible siempre que le plazca, ya que al tocar la cima todos los obstáculos se han convertido en talismanes.

Este movimiento doble exige al héroe del cuento una disposición de ánimo perfectamente ascética: deberá olvidar todos sus límites cuando se mida con lo imposible, y tendrá que vigilar sin reposo esos límites en la realización.

 

 

El camino del cuento se inicia sin esperanza terrena. Lo imposible aparece figurado en la montaña, además de la simple resolución de afrontarla hace falta un sentimiento que conduzca -como el punto de Arquímedes- fuera del mundo. “Cualquier cosa para salvar a mi madre”, es la fórmula simbólica que abre el acceso a la cuarta dimensión. Tiene las mismas consecuencias que un místico ha atribuido a la oración: arranca, por así decir, la montaña de su base, volcándola sobre su cima. Desde ese momento el héroe del cuento es un loco para el mundo.

Después de una profesión de fe similar –o si se prefiere de una incredulidad en la omnipotencia de lo visible- las diversas ordalías no serán más que modos de perfección, confirmaciones de esa fe insensata. Las pruebas de valentía – atravesar fuegos, amansar dragones, participar en torneos- son poca cosa si se comparan con las abstinencias dolorosas del corazón: los que han partido en busca de la belleza deben dedicar a los monstruos sus propias tiernas curas, los nobles deben vestir al mendicante, al peregrino, al siervo, hacerse siervos del propio siervo, los amantes deben ceder al rival, al usurpador o al genio maligno, las propias noches de amor, y además la puerta que no se debe abrir, la pregunta que no es lícito hacer, el rostro amado que, una vez contemplado, se disuelve en un grito...

De algunos melocotones se dice en italiano que tienen “el alma arrancada”, es decir, el hueso muy separado de la pulpa. El héroe del cuento está llamado a arrancarse el corazón de la carne, o si se prefiere, el alma del corazón, ya que con un corazón atado no se alcanza lo imposible.

 

Esta provincia intermedia del cuento, entre la prueba y la liberación, es, si alguna vez ha habido alguno, un mundo de espejos. Como en una antigua danza en la corte el bien y el mal se cambian las máscaras, y que la reina sonriente sea una nigromante, que en la choza del juglar se esconda el magnánimo rey Barba-de-Tordo sólo se hará evidente en ese mundo superior al que conducen los cuentos donde los plazos son imponderables: allí donde las formas invertidas se recomponen en la trama resplandeciente, en el atlas perfecto de los significados. Y sin embargo el héroe del cuento está llamado desde el principio de algún modo a leer al trasluz ese mundo superior, a satisfacer las leyes escondidas en sus elecciones, en sus rechazos. Se le pide, ni más ni menos, que pertenezca al mismo tiempo, como un sonámbulo, a dos mundos.

 

 

¿Con qué ayudas atravesará esos fuegos, esos espejos, la criatura mortal? Los tratados de ascética y de mística responderían: ante todo con la memoria del bien supremo al que se encamina (“pensó en su madre... pensó en el jardín maravilloso...”). En segundo lugar no faltan ángeles, patronos y sacramentos. En el horror de la selva el hada madrina, el genio bueno llevan al extraviado alimentos portentosos, bebidas reparadoras, entregan nueces que contienen carrozas y pañuelos que secan los mares.

 

A menudo gracias a las buenas obras del pasado (“el bello pájaro, una vez liberado, gritó mientras se alejaba: Te debo una, Enrique”) esos dones entran en juego en el instante de mayor peligro: el instante en que el cansancio se confunde con la tentación de volverse atrás, de contemplar el camino recorrido –que parece tan largo y tan inútil. En ese camino persiguen las voces y hay manos extendidas... Manos y voces que turban la mente porque piden ayuda y hacen desistir, prometen maravillosas ternuras y agradecimientos (el malvado papagayo, guardián de la rosa prohibida, no instiga a Blondine a adueñarse de la rosa, le suplica en cambio que la libere).

A estas peticiones sólo se puede dar una respuesta que es eterna: la que nos enseña a atravesar de un salto el juego de las fuerzas: “No sólo de pan vive el hombre” o “No tentarás...”.

 

La lección terca e inagotable de los cuentos es por tanto la victoria sobre la ley de necesidad, el paso constante a un nuevo orden de relaciones y no hay más, porque nada más hay que aprender en esta tierra.

Se ha observado que el sastrecillo valiente para vencer en la prueba de tiro al horrendo gigante, capaz de desmontarlo de un soplo, en vez de una piedra lanza a los cielos un pájaro...

No hay gigante en el juego de las fuerzas al que no se pueda oponer un gigante más tremendo; ningún tesoro es el único tesoro, ¿y acaso no es posible oponer a la princesa maravillosa que se presenta al rey para ganar el trono una princesa aún más cautivadora?

Las balanzas trucadas resultan aún más desastrosas: mi enemigo abrió la caja fuerte, por tanto no la abriré, mi rival era pobre, yo en cambio seré rico. Esa ingenua astucia es la aliada más antigua del movimiento pendular, imparable e irónico de la ley de necesidad.

Cuando el príncipe que no es primogénito entra en la sala del trono y dice “No he encontrado en mis viajes ninguna princesa digna de atención, pero tengo aquí una gata blanca qui fait si bien patte de velours”, sabemos de repente que a él corresponderá la corona.

Quien se haya cruzado, aunque sea una sola vez, con un hombre espiritual reconocerá este método.

 

 

Como los evangelios el cuento es una aguja de oro suspendida sobre un norte oscilante, imponderable, que se inclina siempre como el palo mayor de un navío en un mar ondoso.

Nos propone en ocasiones la elección –pero es una elección oculta por velos siempre diversos- entre la simplicidad y la sabiduría, la dureza y la suavidad, la memoria y el saludable olvido. Uno triunfa porque en un país de intrigantes y bobalicones se mantuvo desconfiado y actuó en secreto, otro porque confió de manera infantil en la primera persona que llegó o en una banda de malhechores. El cuento exhorta en cada línea a la prudencia, pero la princesa que cae en el sueño mágico de cien años puede agradecer a su padre, el rey,  su terror celoso y se sabe que, huyendo de Bagdad, se llega a Samarcanda. Ninguna Escritura ofrece preceptos eternamente válidos o negaría la vida. El enigma es nuevo en cada ocasión, es propuesto de nuevo, sin que se resuelva nunca hasta que llega la hora decisiva, el gesto puro: libre de la indigencia de la experiencia, alimentado, día tras día, por la visión y el silencio.

 

Pesa sobre el cuento –y sobre cualquier vida- el enigma impenetrable y central: la suerte, la elección, la culpa. La aventura gloriosa puede elegir al inocente: el manso pastor, la muchacha emparedada en la torre. Una fuerza imperativa impulsa a otros, a los inquietos, a partidas sin esperanza de retorno, a la pérdida de toda posesión posible a cambio del bien imposible. Inescrutablemente impulsa a algunos a la infracción: es la culpa sabia que abre el camino de Blondine hacia la victoria. 

Un gran número de cuentos tienen aquí su nudo. La Condesa de Ségur lo ha mostrado como nadie lo había hecho antes con Blondine. Inextricable a la apariencia, es uno de esos terribles nudos falsos que sólo se deshacen con la tracción de sus dos extremos. Así habla la Buena Cierva, una vez recuperada su apariencia de hada madrina, gracias a la culpa y a la redención de Blondine, así podría hablar cada generación a la siguiente:

“Blondine, Blondine.... no debíamos recuperar jamás nuestras formas hasta que no cogieras la rosa, que yo sabía que era vuestro genio malo y que tenía cautiva. La había puesto lo más lejos posible de mi palacio, con la intención de sustraerla de vuestra mirada. El cielo es testigo de que habríamos seguido siendo de buena gana durante toda la vida la Buena Cierva y el Bello Gato para ahorraros los dolores crueles por los que habéis pasado.”

En el desastre del hermoso jardín se cumple una economía de sufrimientos y liberaciones, de auxilios y buenas obras. La Buena Cierva y el Bello Gato, espíritus aprisionados, necesitan, aunque intenten evitarla con delicadeza, la pasión redentora de un ser vivo para obtener la liberación.

 

 

El cuento, oblicuo, delicado, refleja con obstinación, por otra parte, el horóscopo. Casi surgiendo del horizonte llegan al bautismo de la princesa recién nacida, una tras otra, las hadas madrinas. Siete planetas, doce constelaciones, benignas o adversas según los méritos de los padres: cuando la reina hizo las invitaciones, ¿se acordó del hada que era verdaderamente su amiga, aunque hubiera otras más poderosas? Al principio hay planetas faustos y constelaciones benéficas. Pero un Saturno maligno –el hada desatendida y rencorosa- saldrá y oscurecerá el cielo con su carroza tirada por murciélagos. ¿De qué sirven los regalos exquisitos de las otras si ésa fija un plazo infausto: la princesa morirá a los veinte años?

De nada sirven las súplicas, todo parece perdido, hasta que la última hada –un ser jovial que aún no ha intervenido- ofrece su pequeño deseo. No le resultará posible anular pero sí paliar el maleficio alterando su naturaleza. La princesa no morirá, permanecerá cien años inmersa en un sueño mágico antes de que su destino se cumpla. El retraso, por tanto, en vez de la desventura, presidirá la vida de la princesa.

En la relación entre las culpas de los padres y la suerte de los hijos vemos el tiempo imponderable que exige una vocación.

 

La escena del baile en círculo, que Madame d’Aulnoy, usando una expresión popular y arcana, llama le branle des fées, nos devuelve al horóscopo. Es la fiesta de las jóvenes hadas en el equinoccio de la primavera o, al contrario, el Consejo Secular que se celebra cada cien años en el claro de Brocelianda. Una renovación de la suerte y de la naturaleza, o una conjunción de astros espectaculares.

Héroes de cuento, nacidos deformes o diminutos, son arrojados por la madre, que se atreve a hacer lo que nadie osaría, en el centro del círculo del baile, en el corazón del propio destino. Después de un instante de perplejidad amenazadora el niño es recogido por las hadas. No corrigen su deformidad: la elevan a potencia. El que es diminuto podrá llegar a lugares impenetrables, el que no tiene brazo descubrirá tesoros, venas auríferas, todo el mundo inferior, espejo del cielo.

La desgracia que se dedica y se ofrece a las potencias se convierte, para el desventurado y para el mundo, en una llave.

 

En el cuento las dos direcciones en las que se busca la vida –en las más oscuras raíces y en el cielo- se muestran, de forma exquisita y escandalosa, complementarias.

Sin embargo el cuento aristocrático (¿qué son los príncipes o las princesas sino almas sobre las que recae una elección?) no desciende a composiciones de contrarios ni a androginias jungianas. No hay nada, si se exceptúan las Escrituras, que sea menos sentimental que un cuento. En los rostros de los dos gemelos, el sublime y el abyecto, los reinos de la sombra y de la luz se dirían estrechamente mezclados. Pero en cada ocasión el contemplativo y fiel rescata al otro: con sus lágrimas que devuelven la vista y su sangre que hace florecer los espinos reanima las estatuas, recompone los cuerpos mutilados. La sustitución mística, tan común en otro tiempo entre los trapenses y los carmelitas, es siempre –también en el cuento- la premisa ineludible del portento.

 

 

Simbad lo ha dicho: el cuento sólo funciona sobre la materia prima de la existencia, su campo alquímico natural. Es el misterio del carácter –visible en los humores, las estrellas, la herencia atávica del cuento- que conserva hasta el final sus rasgos y sólo a través de la repetición de los mismos errores, el padecimiento de las mismas derrotas, acaba alcanzando la metamorfosis.

Este rasgo es sugerido en ocasiones con encantadora ambigüedad. El príncipe que no es primogénito, el último de los nueve cisnes embrujados, recibirá la túnica de ortigas que debe salvarle con una sola manga: no ha habido tiempo de terminar la otra. Mantendrá durante toda su vida el ala de cisne, será uno de esos seres que –extraños e inquietantes- conservan durante toda la vida la memoria de su noche oscura y con ella un recuerdo de su tótem espiritual: un ala de cisne, espléndida y dolorosa.

 

La madurez, por otra parte, es ese instante imprevisible, fulmíneo y determinante que ningún hombre alcanzará antes de tiempo, aunque desciendan a ayudarlo todos los mensajeros del cielo. En el cuento abundan las apariciones, todas igualmente elocuentes e ineficaces: la paloma, la raposa, la anciana con un haz de ramas secas. ¿Acaso no pronuncian, una tras otra, una sentencia invariable, no nos confirman una única advertencia? ¿Cómo no entrever entre las plumas, el pelo rojo y, los harapos el relámpago azul del traje de la Moira?

La madurez no es una forma de persuasión, y aún menos una fulguración intelectual. Es una precipitación repentina, podría decirse que biológica: un punto que hay que hay tocar con todos los órganos para que la verdad pueda hacerse naturaleza.

Es como si despertáramos una mañana y supiéramos un nuevo idioma: los signos, contemplados tantas veces, se han vuelto palabras. Después de una noche de sueño Blondine lo sabe todo. O bien: “Est-ce vous mon prince? Vous vous-êtes bien fait attendre!”.

 

Sin embargo los niños tienen órganos misteriosos, de presagio y correspondencia. A los seis años pueden leer cuentos durante todo el día. ¿Pero por qué ese retorno terco e hipnótico, a ciertas imágenes que un día reconocerán: emblemas recurrentes, verdaderos blasones heráldicos de una vida? Belleza y miedo. Recordemos el diálogo bajo la puerta oscura de la ciudad entre la guardiana de ocas y la cabeza cortada del caballo: “Adiós ahí arriba, Falada / Adiós ahí abajo, Regina / Si tu madre lo supiese / de dolor moriría...”. Una historia que se puede elevar sobre cualquier ángulo de una vida, abriéndola en una página desconocida, haciendo uso de una nueva llave.

 

Cuento oscuro, níspero duro

La paja y el tiempo los vuelven maduros

 

(Así en poesía la forma preexiste a la idea que se quiere expresar. Durante años puede acompañar a un poeta: fabulosa y doméstica, turbadora y familiar. Casi siempre una imagen de la primera infancia: la etiqueta fascinante en un viejo árbol del parque, el regreso, durante el sueño y la vigilia, de una figura femenina que pone fruta en una mesa. Suave, inescrutable, espera pacientemente que la revelación –el destino- la colme).

 

 

Cuando un escritor se acerca al cuento da infaliblemente lo mejor de su idioma, y si no era un verdadero escritor puede llegar a serlo: una vez en contacto con símbolos que son, al mismo tiempo, totales y particulares, excelsos y cercanos, la palabra destila su sabor más puro. Por lo que bastaría con un fabulario clásico para que a un niño se le abra el atlas de la vida y el de la palabra.

¿Es posible que sólo pueda dominar plenamente esos símbolos quien tenga de la propia lengua un sentimiento litúrgico, como el rito de la fiesta, y familiar, como el alimento que se toma todos los días?

Bajo esta luz el pan cotidiano de Lucas, que en Mateo es pan suprasustancial, dejaría de ser una oscuridad filológica para volver a mostrar una ambigüedad natural. Precisamente como en el rito: donde el pan se hace suprasustancia, sustancia absoluta.

 

“El hombre arrojó incienso en el brasero, separó el humo con las dos manos y por esa apertura los prisioneros salieron a un jardín”

“La viejecita se le acercó, le pasó ante los ojos la roca moviéndola de izquierda a derecha en el aire, y la muchacha vio un valle boscoso y un claro que conocía, y tendido sobre la hierba a su amante”

“He soñado que llegaba una palabra desde los subterráneos. Venía de abajo, pasó ante mí: la he visto y era espantosa”

“Cuando vagabundeaba por los montes tomaba habitualmente la forma de un mulo medio putrefacto. Trotaba sobre las patas anteriores, con la cabeza y el cuello aún cubiertos de piel, y el resto de su cuerpo –un esqueleto- se arrastraba detrás”

Ejemplos de creación pura, de transmutación de las especies por medio de la palabra.

 

 

¿A quien corresponde en el cuento la suerte maravillosa?  A quien, sin tener esperanza, se pone en manos de lo inesperable. Esperar y entregarse son disposiciones diferentes, del mismo modo que es diferente la espera de la fortuna mundana de la segunda virtud teologal. Quien repite ciegamente, con obstinación “esperemos”, no se entrega, simplemente espera un golpe de fortuna en el juego momentáneamente propicio de la ley de necesidad. Quien se entrega no tiene en cuenta acontecimientos particulares, porque conoce una economía que contiene todos los acontecimientos y supera su significado. El tapiz y la alfombra superan a las flores y los animales de los que están compuestos.

En el cuento triunfa el loco que razona al revés, quien sabe dar la vuelta a las máscaras y discernir en la trama el hilo secreto, en la melodía el inexplicable juego de ecos; quien se mueve con precisión extática en el laberinto de fórmulas, números y antífonas, rituales comunes a los evangelios, al cuento y a la poesía. Cree, como el santo, en el camino sobre las aguas, en las velas atravesadas por un espíritu ardiente. Cree, como el poeta, en la palabra: con ella crea y trae prodigios concretos. Et in Deo meo transgrediar murum.

 

La vasta fidelidad del loco deja de ser ascética y mística y se vuelve al fin apostólica. Cuando concluye su descenso a los Infiernos, su subida al Monte Carmelo, lo aguarda la medida desbordante, el mundo. No sólo el objeto de su amor imposible sino todo aquello a lo que supo renunciar para conseguirlo. No sólo su vida, que no quiso salvar, sino las vidas de todos aquellos que formaron parte –buena o mala- de la santa aventura. El bosque desencantado se anima, lleno de figuras. Surgen pálidas, de su baño de sangre, las mujeres de Barbazul. Incluso los animales astutos y tiernos que sirvieron al héroe como instintos sutiles recuperan la gracia y la dignidad humanas... Tierra nueva, cielos nuevos en torno a un espíritu transformado.