“A lo lejos, se oye el aullido de lobos hambrientos”

Jiro Taniguchi.

 

Nos conocimos en la Devedeteca. Coincidimos en el mostrador y, en un instante mágico, nos dimos cuenta de que estábamos devolviendo dos copias diferentes de la misma película: “THE ADDICTION” de Abel Ferrara. Nos miramos y tuve la impresión de que ya nos habíamos encontrado antes, pero no en esta, sino en una vida anterior. Déja vu. Paliducha como Michael Jackson y más delgada que la muerte, iba ataviada con un elegante vestidito negro de tirantes y unas chanclas de Chanel a juego. Sí, su “look” parecía demasiado caro y sofisticado para su edad. Pero ni siquiera el hecho de que llevara gafas de sol a juego (también de Chanel) a las 11 de la noche me pareció extraño: de alguna manera, así debía ser. Salimos a la calle y paseamos juntos bajo la luna llena, bajando hacia Opera, respirando los fétidos perfumes del verano urbanita. Fue entonces, al presentarnos, cuando oí por primera vez su extraño y casi impronunciable nombre de resonancias medievales: Hadewijch.

 

 

 

Todavía no habíamos recorrido ni quinientos metros y nuestra conversación ya transitaba profundidades abisales. Giraba en torno a “THE ADDICTION” y a todo lo que rodea a la película: Religión, Filosofía, Culpa, Vampirismo, Adicción, Confesión, Salvación... Temas bastante habituales para la mente de un hombre que, como yo, ya tiene la edad de Cristo, pero muy ajenos a las que deberían ser las preocupaciones de una adolescente que no aparentaba tener la edad legal para posar desnuda en una revista erótica. Sus pornográficas chanclas negras pisaban el empedrado de la Plaza Mayor y ella ya había intuido en mi mirada la sombra de una angustia. “Acabo de sufrir un par de baches: me acaban de echar del trabajo, me ha dejado mi novia, ha muerto uno de mis mejores amigos, un incendio ha destruido mi colección de cómics... Me debato en una fuerte crisis existencial... Estoy solo, caminando por un frágil puente que cuelga sobre el abismo de la desesperación”, confesé, sintiéndome como una caricatura del peor personaje de Paul Auster. Y ella contestó con una frase que me recordó a María Zambrano: “Sin una profunda desesperación el hombre no saldría de sí”. Le pregunté si la había leído, a Zambrano, y me respondió algo que me sonó a puro cachondeo: “No, leo poco y no conozco ninguna de sus obras, pero fuimos muy muy amigas, hace tiempo”.

No quise contradecir su evidente fantasmada adolescente, pero Zambrano había muerto en 1991 y, en aquel año de gracia, Hadewijch no debía tener más de tres o cuatro añitos. Así que le seguí la corriente y, tras un largo silencio, decidimos sentarnos en los escalones que bajaban hacia la calle Segovia.

--Bueno, hablemos de la película. ¿Qué es lo que más te ha gustado de ella?, pregunté.

--En realidad, todo. Christopher Walken como burroughsiano sumo sacerdote de la nueva sangre, la atmósfera sórdida, urbana y malsana, las melancólicas conversaciones filosóficas entre los protagonistas, frases como “we are not sinners because we sin, we sin because we are sinners”, el hecho de que los vampiros muerdan de verdad a sus víctimas, como lobos locos degollando corderos humanos con sus potentes mandíbulas...

--A mí me fascina el pesimismo extremo de la película, su ardiente oscuridad. Es típico en la obra de Ferrara: siempre ha mirado al hombre moderno desde una perspectiva fatalista, atormentada... La culpa tortura hasta el límite a sus personajes: hay poca diferencia entre el “TENIENTE CORRUPTO” interpretado por Harvey Keitel y los vampiros de “THE ADDICTION”. La más violenta lucha entre el bien y el mal se produce en el interior de esos personajes. ¿Sabías que el guionista de estas películas, Nicholas St. John, es un sacerdote católico?

--Sí, pero eso para mí es lo de menos.

--A mí, sin embargo, la confesión, comunión y redención final de la protagonista me ha parecido un broche perfecto. Ella renuncia a la sangre, al ego, incluso a la inmortalidad de la carne, para alcanzar la verdadera Vida Eterna. Para salir de la Oscuridad y entrar en la Luz. Si en “ARREBATO” hay una metafísica del cine, que eclipsa al sexo, a las drogas y a todo lo terrenal y marca el final de los protagonistas, que, tras ser abducidos por la cámara viven eternamente en un limbo de celuloide, en “THE ADDICTION” se renuncia al vampirismo, a la adicción en sí, que es el “caballo de batalla” de la película, y a todo lo demás para descansar en Dios por los siglos de los siglos...

--Amén. Pero yo la veo de otra forma. Por eso prefiero el personaje de Annabella Sciorra, porque no busca nada más allá del vampirismo, no tiene afán de trascendencia. La oscuridad es su luz del sol. Lo que la hace diferente. Lo que la mantiene viva...

--Al margen de las distintas interpretaciones, ¿qué me dices de la sórdida fotografía en blanco y negro? Es increíble, no sé si te has fijado, pero apenas hay grises, son blancos cegadores y negros de ébano. Eso le da a la película un ambiente más macabro, más extremo, más siniestro. Toda esa sangre tan oscura... Estoy seguro de que si la película hubiera sido en color, la habrían clasificado X en Estados Unidos. Pero bueno, al fin y al cabo, allí pasó sin pena ni gloria y en España no llegó a estrenarse, ni en el cine ni en vídeo ni en DVD...

--Ah, ¿así que la película es en blanco y negro? No lo sabía: yo lo veo todo en blanco y negro.

--¿Y eso? ¿Sufres alguna clase de daltonismo? -pregunté medio en serio, creyendo que bromeaba-.

--No, no es de nacimiento... Pero es así. Veo ébano y marfil. Nada de grises.

--Fascinante. Por cierto, ¿sabes quién es la actriz protagonista? ¿Has visto más películas suyas?

--¿Lili Taylor? No, es la primera vez que la veo, pero mejor así. Odio ver películas con actores demasiado conocidos, porque no me creo los personajes. Christopher Walken es una excepción. Se diría que él es un vampiro también en la vida real.

 

 

Fue aquella conversación y no la estilizada figura adolescente de Hadewijch (demasiado delgada para ser mi tipo) la que me decidió a invitarla a subir a mi casa. Pero ella se negó en redondo y sugirió, casi ordenó: “Vayamos mejor a mi casa. Es grande y estaremos cómodos. Cojamos un taxi. Está un poco lejos...”.

No tanto: un cuarto de hora después, estábamos en un señorial palacete de El Viso que, pese a su rancio abolengo, parecía haber conocido tiempos mejores. Su exterior tenía un aspecto destartalado, decadente y fantasmal y el interior se encontraba sucio y desangelado. Tras atravesar el “hall” y recorrer un largo pasillo plagado de puertas cerradas, entramos en una habitación alumbrada con un puñado de cirios, de altos techos y paredes pintadas de negro en las que sólo destacaban varias sábanas amarillentas, que parecían fantasmas cuadrados y apendicíticos crucificados en pleno exorcismo. “Voy a por unos Bloody Maries. Espero que te gusten. No tengo otra cosa. Ah, por cierto, si quieres irte, hazlo ahora. Aún estás a tiempo...”, dijo Hadewijch. Pero a mí no me sonó a advertencia real: lo interpreté como un simple guiño al filme de Ferrara. Además, para qué engañarnos, no tenía ningunas ganas de dejar aquel lugar que parecía pertenecer a otra época para volver solo a casa y hacerme una paja triste entre sábanas acartonadas; por otro lado, por nada del mundo me habría perdido la siguiente escena de la pinícula que ambos protagonizábamos. Una pinícula en la que, aunque la dirección artística tuviera la huella estética del mismo diablo, algo me decía que estaba escrita por Dios. Como todo. Aproveché la breve ausencia de Hadewijch para curiosear y confirmar mis sospechas: detrás de las sábanas había espejos, unos espejos por los que hasta el anticuario más judío habría pagado una cifra astronómica. Sentí un pequeño mareo. “¡Ejem!”: ella me sorprendió de pie, dando vueltas por la estancia en penumbra, inquieto. Decidí disimular, preguntando: “¿No tienes nada de música?” Ella sonrió: “No, adoro el silencio”. Yo enrojecí y respondí con el título de un hit y otra pregunta: “Claro, enjoy the silence. ¿Vives sola en una casa tan grande?” Ella miró hacia abajo: “No suelo vivir aquí. Es algo temporal. Digamos que la he tomado prestada. Pero, bueno, ya que has decidido quedarte, pongámonos cómodos y hablemos”. Y, así, nos recostamos a la luz de las velas, cada uno en un extremo del único mueble a la vista: un enorme diván cuyo cuero cubierto de polvo hacía juego con las inmensas paredes de la estancia.

Y hablamos. Hablamos durante horas mientras bebíamos aquellos espesos y sabrosos Bloody Maries que ella preparaba en la cocina del infierno. Yo, víctima de una rara embriaguez, seguía a duras penas nuestra conversación, una partida de ping pong oral de alto rango metafísico que yo perdía estrepitosamente y que, poco a poco, se iba convirtiendo en monólogo. Un espectral y monocorde monólogo que Hadewijch me vomitaba encima de forma dulce y aristocrática, pero implacable, mientras mis siempre escasas ganas de poseerla se evaporaban en una nube de alcohol y fascinación platónica. Aquella cría me estaba embrujando: cada se acercaba más, pero su voz parecía alejarse, transformándose en un narcótico susurro cuyos ecos, de nuevo, sonaban como a sepulcrales “samplers” de la María Zambrano más espiritual: 

 

 

“...hombre moderno es oscilante, doble o más bien triple, con varios rostros posibles, ninguno completo. Alguien que vive envuelto, apresado por categorías ambivalentes en pleno equívoco: víctima y actor, perseguido y perseguidor, enamorado y narcisista...”.

Otro Bloody Mary.

“...a ser suicidas por su anhelo de existir. Es un tipo de hombre, que se ha dado en Europa en distintas formas de vida; los hay poetas, filósofos, y, sobre todo, esos desconocidos, seres desconocidos que murieron sin lograr su ser aún...”.

Otro Bloody Mary

“...larvas, conatos, seres muertos en su crecimiento, como incapaces de soportar una de las transformaciones que la vida exige para llegar a su fin...”.

Otro Bloody Mary.

“...muertos vivos; hombres subterráneos cuya tarea agobiante es la de apropiarse una realidad extraña, extrayendo de ella su propio ser, pues lo que parece ser lo trágico de la tragedia es la falta de sujeto, de algo que quede exento y libre del destino o de las pasiones...”.

Otro Bloody Mary.

“...la discordia de los muertos vivos, su rencorosa presencia. Los vivientes, poetas como Baudelaire y Rimbaud, filósofos como Kierkegaard y Nietzsche, novelistas como Dostoyevsky, han sido atormentados infinitamente en su soledad llena de fantasmas...”.

Otro Bloody Mary.

“...la tragedia de estas criaturas es en definitiva la falta de espacio interior...ese divorcio deprimente entre la realidad y el sueño...la realidad única e inagotable de estos abismos alucinatorios...”.

Otro Bloody Mary.

“...pues las estaciones en este camino no consisten en un mero pasar por ellas, sino en cruelísimas y sucesivas transformaciones...

Un momento, voy a buscar algo... Ha llegado... la hora de la verdad... Ahora vuelvo...”.

 

 

Y volvió, completamente desnuda y, aún así, más etérea que carnal: la (presunta) juventud (apenas tenía vello púbico) y la extrema delgadez de Hadewijch se acusaban más sin el adorno de la ropa pero, aún estando sobrio y en pleno uso de mis facultades viriles, yo me habría visto incapaz de sentirme demasiado atraído por un cuerpo que parecía la radiografía de un silbido. En sus manos, ¿otro Bloody Mary? No, una bandeja de plata y dos jeringuillas. ¿O era una? Dado mi avanzado estado de embriaguez, nunca llegué a saberlo. Sólo sé que, en última instancia, ella sólo usó una. Me desnudó despacio, con singular maestría para su (aparente) edad, y luego me agarró el brazo derecho con una de sus esqueléticas manitas y con la otra clavó la aguja en mi pobre vena, bombeando lentamente hasta que la jeringa estuvo llena de sangre y... la retiró, la levantó poco a poco... y se la inyectó rápidamente, sin poder ya disimular su sed mortal. Acto seguido, cayó en el diván como un saco de huesos de adamantium. Su hermoso rostro reflejaba un éxtasis que recordaba al del opiómano saciado. Susurró:

“...el gesto es el del amor... ofrece su alma, casi su cuerpo; parece que quiere ser devorado...”.

Me desvanecí, tal vez soñé... pasaron minutos, horas o segundos hasta que yo, por fin, pude contestar, en un balbuceo alcohólico, con cierto poema medieval que no recordaba haber leído nunca... mas me salió directo del alma: “aqueeel amor tan derrrecho / y querrrencias tan ex-extrañas / ssssin temorrr / del ave que rrrompe el pecho / y da a comerrr sus entrañas / p-por amorrrr”. Dicho esto, eché mi cabeza hacia atrás y Hadewijch saltó sobre mí para agarrarme con fuerza sobrehumana y morderme el cuello salvajemente, abriéndome la yugular y mamando la sangre que brotaba a borbotones. Y yo sentí el Tormento y sentí el Éxtasis. Supe a lo que se refería Blake en “EL MATRIMONIO ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO”. Y fui completamente feliz y profundamente desgraciado. Y entonces vino la Oscuridad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


A la mañana siguiente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me desperté con un fuerte dolor de cuello, de cabeza y de alma. La herida, la resaca y el remordimiento me volvían loco. Hadewijch había desaparecido, los cirios se habían consumido por completo y ya sólo quedaba escapar. Huir de aquella casa, del escenario de los hechos: de mí mismo no podía y, mucho menos, de Dios. Recorrí el largo pasillo de puertas cerradas y salí a la calle como alma que lleva el diablo. Tambaleándome, decidí ir andando: el metro, lleno de curiosas miradas anónimas, me parecía un lugar dantesco. Pero la sangre, mi aspecto desaliñado y sanguinolento de pecador de la pradera o, mejor, de víctima del conde Brácula, hacían que la gente sana que caminaba, tal vez rumbo al trabajo, por las calles me mirara con chispas acusadoras en sus vulgares ojuelos. Paré un taxi y le dije al chofer que me llevara a la dirección donde se asentaba mi domicilio particular; atribuí la herida de mi cuello a un Pastor Alemán para evitar unas preguntas que, aún así, se sucedieron. “¿Seguro que está usted bien? ¿De verdad no prefiere que le lleve a urgencias a que le pongan la antitetánica?”

 

 

“Sí. No”. En casa cerré todas las persianas y dormí varias horas más. Me levanté y me miré al espejo: la herida del mordisco tenía un aspecto espantoso. Le eché alcohol y salió humo blanco. ¡Aaaargh! El cuello me latía como un corazón sin freno ni marcha atrás. (“Esto en las películas lo hacen con una prótesis de goma color carne rellena de una cámara a la que le aplican aire desde una pera”, pensé, medio delirando, al recordar el “making of” de cierta película de zombies). Pero esto era real y, como había sido producto de una extraña seducción, al mismo tiempo me arrepentía y me excitaba la idea de haberlo hecho. Me enrollé una gasa alrededor del cuello, me hice un desganado, dolorido y anémico pajón castellano y me quedé frito sobre la cama desecha.

Volví en mí de noche, presa de un apetito voraz, doloroso, que me hacía gritar y sisear de hambre, retorcerme por el suelo y darme cabezazos contra la pared. ¡Aaaaaaaaaaarggggggh! Sudor helado que brotaba de las entrañas de mi alma y me abrasaba la piel. Me di una ducha fría y, al mirarme en el espejo para ver la pinta de mi herida que había dejado de sangrar pero aún quemaba lo suyo, caí en la cuenta de que no me reflejaba. “¡Joder, qué mierda!”, exclamé, y de pura rabia rompí el espejo arrojándole el vaso de los cepillos de dientes. Fui a la cocina, cogí un cuchillo pequeño con mango de madera y filo de sierra, me lo metí en el bolsillo y, como un auténtico juramentado, me eché a la calle.

Anduve dando vueltas como un loco durante media hora, hasta que, en un oscuro y solitario callejón del Madrid de los Austrias, atisbé un perruco dormitando en una esquina. Me abalancé sobre él y lo acuchillé varias veces, pero, lejos de morir, el chucho me mordió en la mano y salió renqueando rumbo a calle Mayor. Salté de nuevo sobre él y le volví a clavar el cuchillo, esta vez con más saña, en la garganta, una y otra vez y otra y otra y otra y otra y otra. No sé cuántas “mojadas” le metí, pero llegó un momento que el bicho apenas se movía y pude beber tranquilamente la sangre que manaba a borbotones de sus heridas. Fue en vano, como beber agua del mar para un deshidratado o inyectarse metadona para un heroinómano, más o menos: aunque ya no quemaba tanto, la Sed seguía dominando mi alma y, cuando me recuperé del breve piscolabis, me di cuenta de tres cosas: tenía la boca llena de pelos, necesitaba sangre humana con urgencia y veía todo en blanco y negro.

Una vez acostumbrado a mi daltonismo extremo, me acerqué a una farmacia de guardia a comprar una jeringuilla desechable. El farmacéutico me la vendió a regañadientes, mirándome de arriba a abajo tras la reja blanca. Luego, repté bajo los arcos de la plaza de Santa Cruz, donde siempre hay mendigos durmiendo a la intemperie. Uno de ellos tenía su brazo peludo fuera del saco, al aire, sin manga. Perfecto. Le apliqué la jeringuilla y le saqué sangre con sutileza de mosquito, para que no se despertara. Pero me vio el que dormía a su lado y dio un grito de horror. “¡Argh! ¡Oiga! ¿Qué hace usted?” Saqué la jeringuilla a medio llenar del brazo del “homeless” que ya se empezaba a despertar de su letargo alcohólico y salí por patas. Entré rápidamente en mi portal y cerré con fuerza: ¡blam!. Allí mismo, en las escaleras, me inyecté la sangre robada en una vena del brazo izquierdo y caí en un ligero trance pseudonarcótico. Luego subí a casa y me masturbé malamente, entre pinchazos de lujuria animal.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Más sueño.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me desperté al atardecer, vomité algo de sangre y volví a sentir el mono recorriendo mi cuerpo como una descarga de un millón de vatios. Necesitaba más y... mejor. Salí a la calle poseído por mil demonios y tuve la suerte de encontrar un suculento bocado casi a las puertas de mi casa. Era una niña de unos siete años. Iba sola, con sus coletas, sus calcetines blancos, su uniforme escolar y su mochilita a la espalda. Estaba llamando al portal de ¿su casa? ¿su profesora particular? Daba igual. No concebía una presa más fácil. Le dije que viniera conmigo, que su mamá me había enviado a recogerla. Ella se olió algo raro, se resistió, empezó a llorar, pero la arrastré a la fuerza hasta mi portal, una manzana más allá, gritando frases de padre para anestesiar las sospechas de los peatones. La metí en mi portal y, cuando apenas se había cerrado la puerta, sin poder soportar más la Sed, mordí con gula el tierno cuello de la pequeña (arrancando, masticando y tragando un buen trozo de carne) y bebí la deliciosa sangre que salía de él; literalmente, me corrí de gusto, manchando mis calzoncillos con un medallón de semen rojo que se filtró hasta mis vaqueros. Tras exprimir a fondo a la pequeña presa, oí una puerta que se cerraba y un vecino bajando las escaleras. Con rapidez criminal, metí el cuerpo inerte de la niña en el contenedor de mi edificio. Sólo había un par de bolsas de basura al fondo, así que cupo bien. Subí a mi casa y, tras caer en un corto letargo de bestia saciada, sentí un latigazo de horror blanco: ¿y si alguien que fuera a depositar una bolsa de basura encontraba el cadáver y llamaba a la policía? Bajé las escaleras de tres en tres y el corazón me dio un vuelco cuando llegué al portal. El contenedor estaba abierto. Miré dentro y sólo vi las dos bolsas de basura. Sentí cierto alivio: si alguien hubiera encontrado el cadáver infantil, no lo habría tocado, habría llamado a la policía y la casa estaría llena de maderos. Pero, ¿y el cuerpo? Entonces comprendí. Como un flash, vino a mi mente la (muy probable) imagen de una niña-vampira saltando al cuello de su madre, de su abuelita o de su hermano pequeño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Tres meses después.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La situación era insostenible. Ya había roto todos los espejos, tirado los ajos por la ventana y abandonado la idea de buscar un nuevo trabajo, ante la imposibilidad de salir a la calle durante el día. También tuve que dejar mi apartamento: la policía investigaba varias agresiones sangrientas denunciadas por vecinos insomnes en las últimas noches. Adolescentes, mendigos, niñas, mujeres de mediana edad... No todos los ataques eran obra mía, así que ya no había duda: algunas de mis víctimas se habían transformado, a su vez, en yonquis hemoglobínicos y también salían de caza al caer el sol. El vampirismo se extendía como un virus por el Madrid de los Austrias.

Así que ahora vivo en El Viso con Hadewijch, la adolescente de 200 años que me convirtió en lo que soy, un monstruo sin alma que, según me comentó hace poco, se chutó toda la sangre del cadáver de su amiga María Zambrano (“nunca quise morderle en vida, pero un día se murió... y yo llevaba días sin probar bocado... así que, agarré una jeringa y... la dejé seca”, se justificó ella; y aún añadió: “no debí hacerlo. Cuando bebes la sangre de un recién fallecido de muerte natural, éste no resucita, pero tú puedes absorber parte de su esencia: por eso a veces, sobre todo cuando mezclo sangre con alcohol, me sale alguna frase suya... En mi caso, aún mola, porque María era un espíritu privilegiado. Pero un amigo mío vampirizó a un gato muerto y ahora maúlla cada vez que se pilla un colocón”).

Qué irónico es el Destino: nunca había soñado con vivir en mi barrio favorito con una “hermana de sangre” de María Zambrano, pero, ahora que puedo, no lo disfruto. Sólo me importa atiborrarme de glóbulos rojos. La Sed, la Adicción, me consumen. Cada vez me exigen más y más, con sus zarpazos de dolor negro. He perdido 15 kilos. Ni como, ni bebo, ni follo, ni me masturbo... Este Vicio ha acabado con mi vida (sexual). Soy un asceta de la sangre. Sólo caigo roto al alba, me quedo k.o. en el salón, entre paredes negras y cirios apagados. Durmiendo en un sueño sin sueños. La noche es pesadilla en “black and white”. Y el día... fundido en negro. Y así será siempre: no hay muerte, ni futuro, ni pasado para los hijos de Nosferatu. Ya, ya he probado el suicido: ahorcamiento, corte de venas, salto por la ventana, asfixia... Nada me hiere. Ni siquiera me queda la esperanza de que algún cazavampiros me atraviese con una estaca: eso sólo pasa en las películas y, además, Hadewijch me protege cual demonio de la guarda, amarga compañía, no me deja solo ni de noche ni de día.

Este es el cruel sino que me ha reservado Lucifer: ser un patético esclavo mi propio Vicio. Pero esta Adicción ha hecho brotar en mí, como un insólito efecto secundario, otro tipo de necesidad, un hambre interior que me arrastra al Otro Lado, aunque su brillo me llene de dolor. Es una luz que me llama a grito pelado, que me deja sordo con destellos estelares y me ciega con cantos celestiales. Algo más fuerte que mi infierno interior pero, al mismo tiempo, producto de él, me reclama con un magnetismo sobrehumano. Debo saber que es, ir hacia ello, para bien o para mal. No, no puedo hacer otra cosa...

 

 

Ayer Hadewijch, que acababa de llegar con una nueva presa (un niño de unos diez años), me sorprendió llorando, de rodillas y de cara a la pared negra. Me miró profundamente y pareció (sólo pareció) comprender, repitiendo una frase ya pronunciada meses atrás, como si fuese una psicofonía de ultratumba: “no temas, son las transformaciones que la vida exige para llegar a su Fin”. Y desapareció hacia sus aposentos a darse su tradicional baño de sangre infantil fresca y sabrosa.

Hoy, por última vez, me echo a la calle... Pero esta vez no busco sangre, sino el Sancta Sanctorum más cercano, tras arrancar la pata de madera de una silla de la cocina y usarla para atravesar el corazón de Hadewijch. A los cinco minutos de tensa deriva, encuentro una iglesia que, por supuesto, está cerrada: es de noche. (Ya siempre es de noche. Noche oscura del cuerpo y del alma). Con mi fuerza sobrehumana, con mi rabia de vampiro desesperado, echo los portones abajo a puñetazo limpio, me aproximo al altar y allí, ante los ojos de Cristo Crucificado (que se me clavan como puñales), asalto la Caja Sagrada, cojo un puñado de ostias (que llenan mis manos de negras quemaduras) y me las meto en la boca. Aunque mis dientes se astillan, mi paladar se abre y mi lengua se deshace, las mastico y las trago, sintiendo un bolo de llamas descendiendo despacio hacia mi estómago. Para bajarlas mejor, y a falta de Cáliz, me acerco a la pila más próxima y, hundiendo mi cabeza en ella, me bebo a grandes tragos todo el agua bendita. Mi cuerpo maldito no lo soporta y estalla en mil pedazos, esparciéndose por toda la Iglesia. ¡Kaaaaaa-choooooofff!

 

 

 

 

 

 

 

 


Pero ni eso me mata.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estoy destrozado, pero sigo vivo: un intestino cuelga del altar, un ojo reposa en un confesionario, medio meñique adorna un banco de madera, la punta de la nariz está pegada a un pie de Cristo Crucificado... Ahora compruebo en propia carne hasta qué punto es cierta y desesperante la cacareada inmortalidad del vampiro. Cada uno de mis fragmentos desmembrados palpita de ascopena, tiene conciencia de mi (infra)ser, de mi horror y de mi agonía... y lo sufre en silencio... La Tortura, el Infierno dura un millón de Eternidades...

Hasta que el Buen Dios lanza sobre la Iglesia la letal y purificadora luz del amanecer que, como un festival de rayos láser sagrados, penetra a través de las multicolores vidrieras en el Templo y aniquila mi cuerpo (o lo que queda de él), lo volatiliza, convirtiéndolo en humo sagrado que se expande hasta fundirse con el divino Infinito. Liberado de la carga de la carne, transmutada la Adicción en puro Espíritu, ya no soy Yo, pero estoy en Todo. Y, al fin, no tengo boca, pero debería gritar: “¡No... he... visto... la... Luz! ¡Soy... la... Luz!”

 

 

*Otras mutaciones oníricas: www.dildodrome.com/.

 

 

*El correo del vampiro: dildodecongost@hotmail.com.

 

 

 

merrie melodies:  Satoh Kohji